CÁRCELES Y ABOLICIONISMO

Eduard Serra

 Publicado en el diario YA de Madrid el 16 de febrero de 1998

La cárcel ha traído innumerables quebraderos de cabeza a filósofos y políticos. El problema central ha sido, sin duda alguna, el de su justificación. Y es que la cárcel se halla precisamente en uno de los límites del «sistema», es uno de los ámbitos sociales donde se manifiestan con mayor claridad las contradicciones del mismo. ¿Qué es una cárcel? ¿Para qué sirve? ¿Es un mal menor? ¿Educa realmente? En definitiva: ¿es necesaria la cárcel? La reflexión sobre la cárcel no es nueva y han existido grandes corrientes de pensamiento que se han ocupado profunda y exhaustivamente de ella. La más importante e influyente en nuestro tiempo es, sin duda alguna, la Criminología Crítica. Pero la Criminología Crítica sólo es una expresión puntual de un movimiento político social hostil a las cárceles que ha concretado sus puntos de vista en un conjunto de teorías que denomino «filosofía crítica» o «filosofía abolicionista».

Estas filosofías han presentado argumentos de peso contra las prisiones, argumentos que han sumido en la perplejidad a los teóricos y que han dejado, por mucho tiempo, filosóficamente desarmados a los que han defendido la necesidad de la cárcel. Aunque la labor teórica de los críticos ha sido inmensa hay algunos argumentos capitales por los cuales podríamos identificar a cualquier teórico crítico. Los principales y más difíciles de contestar se orientan en tres direcciones distintas. El primero parte de la aceptación de que hay acciones malas, injustificables y dañinas pero no admite que éstas justifiquen el castigo y ataca el criterio de la prevención. El hecho de que alguien haya cometido un delito, diez o cuatrocientos, no implica que vaya a cometer más. Es, por esto, arbitrario encarcelar a una persona que ha cometido ciertos delitos argumentando que se quiere evitar que cometa más. Como en el mundo de los hechos no existe conocimiento a priori, nunca se puede saber si un homicida habitual, matará, por ejemplo, otra vez más.

El segundo partiría del primero. Como no se pude predecir la actividad futura de ningún supuesto delincuente la pena pierde sentido como instrumento preventivo y como tampoco puede justificarse como fin en sí misma se convierte en una acción del todo ilegítima. Al no existir ninguna conexión necesaria entre el daño cometido por el delincuente y el daño que ocasiona la pena, el encarcelamiento se convierte en un acto de venganza social. A este respecto Iñaki Rivera distingue entre la legitimación del castigo y la función del castigo. Cuando se habla de legitimación se trata de establecer cuáles son las conexiones lógicas y ontológicas que hay entre el acto dañino y la pena. Cuando se habla de función de la pena se quiere definir su finalidad, entendiendo como finalidad los objetivos que se quieren cumplir con ésta, a saber, reeducar, prevenir, curar, etc. Rivera considera que no se ha dado ninguna explicación coherente acerca de cómo se fundamenta el castigo en el primer sentido legitimador, es decir, que no hay ninguna explicación de por qué se ha de punir un acto aunque éste se considere malo. En términos más sencillos: no hay ninguna razón para castigar a quien hace daño, aunque sea con intención y con fines egoístas.

El tercero cuestionaría la existencia de acciones malas en cuanto a tal y ataca, sobre todo, a las doctrinas rehabilitacionistas. La legitimación de la pena como medio educativo o terapéutico parte de la concepción de que la conducta habitual del delincuente es un comportamiento desviado o patológico que es preciso rectificar con el fin de convertir a la persona en cuestión en un elemento útil. Pero, si el bien y el mal vienen definidos en términos de utilidad general, no existen acciones malas de por sí. El acto delictivo, entonces, no es tal acto malo ni enfermo sino producto de un conflicto de intereses. Siguiendo este criterio encontramos también que el acto desviado solamente lo es en relación con lo que define una sociedad como tal. Que haya algo que interese a la mayoría no significa que este «algo» tenga ningún carácter extraordinario que nos autorice a pensar que es más valioso o mejor que lo que quiere una minoría. La criminología positivista ha considerado que las acciones desviadas son el resultado de patologías que afectan al individuo o al entorno en que éste vive. Las filosofías críticas repudian este planteamiento tajantemente, las conductas desviadas no tienen porque ser el resultado de ninguna patología, sino que son el producto de elecciones libres que sólo tienen la característica de estar desvinculadas del sistema normativo imperante. Foucault, en la línea de consideración de que las acciones delictivas no son sino el resultado del conflicto de intereses y de la lucha de clases llega a sostener que los juzgados, como instancias que buscan la verdad de la vinculación entre el acto delictivo y el delincuente, no son más que instrumentos de defensa de los intereses de la burguesía. Todo juicio, así, no es más que un juicio político.

Pero estas argumentaciones aparentemente irrefutables están viciadas en origen. Primero, porque las filosofías críticas no presentan ninguna alternativa social a las instituciones penitenciarias más allá de vaguedades utópicas. En casos extremos de estas corrientes se ha llegado a proponer que los conflictos entre agresor y víctima se resuelvan mediante contratos privados que se basan, precisamente, en esperar un acto de buena voluntad por parte de aquel que ya, habiendo hecho daño, ha demostrado que no tenía. Segundo, si consideramos que la conducta «desviada» no existe en sí misma, ninguna conducta puede ser prohibida. Pero esto acaba convirtiéndose en un criterio de impunidad total para el que hace daño y de indefensión para el que vive en paz y es víctima de este daño. Sin conductas prohibidas y penadas se dan todas las ventajas a aquellos que no respetan los derechos ajenos. En esta situación es fácilmente previsible que el imperio de la violencia llegue a universalizarse. La evidencia de este problema ha hecho que algún filósofo se haya visto obligado a recurrir a la ideología de la «justicia popular» como forma de acabar con los elementos peligrosos. Pero no parece que esto, muy próximo a la barbarie del linchamiento, se pueda presentar de ninguna forma como una alternativa razonable al Estado de Derecho. Por último cabe decir que el argumento de Rivera es falso. Se puede definir una conexión ontológica entre el delito y la pena, mas nos es imposible, en este breve artículo, desarrollar una comprensión y fundamentación de la naturaleza de esta conexión, es por ello que queda pendiente para una posterior reflexión.

Toda sociedad de hombres libres tiene el derecho de defenderse para vivir con dignidad, sin miedo y con relativa seguridad. De esto eran plenamente conscientes hombres ilustrados que, discutiendo sobre la libertad, se dieron cuenta que ésta sólo era posible si se garantizaba legal y penalmente el respeto entre las personas. Los que reflexionaron sobre esto reflexionaron además sobre las formas de superar la barbarie del linchamiento y la tortura. Eran los ilustrados y los utilitaristas. Y aunque es evidente que muchas de las conclusiones que alcanzaron hoy nos podrían parecer más próximas a los criterios totalitarios que a los democráticos, no hay que negar en ningún momento que se regían por un auténtico afán humanizador y que, aún percatándose de era necesario que existiese realmente una institución que garantizara la libertad y la paz social, pretendían poner fin a una situación verdaderamente inhumana: inmundicia, impunidad de la tortura de los carceleros, desproporción entre el castigo y el delito, incomunicación, desigualdad en los criterios de aplicación de las leyes, aislamiento de los reclusos, etc.

Los utilitaristas creían que la vida en las prisiones no podía ser de ninguna forma gratificante, que tenía que caracterizarse por una férrea disciplina capaz de disuadir a cualquiera que las ventajas de efectuar ciertos actos nocivos no compensaban el mal al que se verían expuestos si acababan en manos de la justicia. Hoy en día este planteamiento ha sido sustituido, llevando más allá el mismo ideal humanizador, por otro que, aunque considera que la vida de en las prisiones ha de ser más reglada y severa que la vida en libertad, ha descartado la idea de que el recluso no puede tener ningún tipo de gratificación y placer. Pero este más allá es el resultado de llevar hasta sus últimas consecuencias el universo axiológico que en su momento inspiró al utilitarismo o a los ilustrados. Se ha priorizado así, el carácter rehabilitador sobre el punitivo y se han creado instituciones accesorias que quieren completar el trabajo realizado en las prisiones.