Casi cien años de ceguera. Lne.es, 11/08/2009 Autor: Luís Arias Argüelles-Meres

En el primer aniversario de la muerte de Solzhenitsin

LUIS ARIAS ARGÜELLES-MERES

Aunque siempre cabría retrotraerse incluso a la antigüedad clásica, llegando al siglo XIX, a Madame de Stäel y su periplo europeo, huyendo de Napoleón, que consignó en un libro que fue traducido (con perdón) por Azaña, hubo un momento histórico en que irrumpió en el relato y en la escena de lo público la figura del intelectual comprometido e independiente frente a algunos de los atropellos más sonados que entonces se producían. Pensemos en el Zola del «caso Deyfrus» y, en nuestro más acá, en el Unamuno más combativo «contra esto y aquello». Estamos hablando de finales del XIX, concretamente de 1898, cuando en Europa cobró auge la figura del intelectual que, fuera de torres y burbujas, comparecía en la sociedad, avalado por su lucidez y soledad. Sin embargo, ¡ay!, esa edad de oro de la intelectualidad, para el asunto que aquí nos trae, no duró mucho. Ya en la I Guerra Mundial hubo intelectuales europeos en cuyas voces y ecos la independencia de criterio quedaba sofocada por tremendos condicionantes. Y, más tarde, tras el fin de la II Guerra Mundial y la consolidación del llamado bloque soviético, sobrevino una ceguera en la mayor parte de la intelectualidad europea con respecto al llamado «socialismo real» que Orwell casi en solitario combatió con valentía y lucidez. De todos modos, me atrevería a afirmar (con todos los matices que se quieran poner, que siempre serían bienvenidos) que la omnipresencia de los intelectuales en la vida pública del mundo occidental iría desde Zola hasta Sartre, es decir, desde 1898 hasta 1980, año de la muerte del gigantesco pensador y literato francés, con admirables luces, pero también con innegables sombras para el caso que aquí nos trae. ¿Por qué, a propósito del primer aniversario de la muerte de Solzhenitsin, hablo de casi cien años de ceguera? Porque, desde la I Guerra Mundial hasta Sartre, la ceguera de muchos intelectuales ante los muchos horrores y totalitarismos que en el mundo vinieron siendo resultó, como mínimo, imperdonable. Y hay otra razón no menos poderosa: el gran prestigio del que gozaron y el atractivo irresistible que ejercían sobre el poder. Entre los muchos casos a citar, pensemos en el último libro de Beauvoir sobre Sartre, cuando cuenta la admiración que un señor de derechas, Giscard, sentía por el autor de «Crítica de la Razón Dialéctica». De un intelectual cabe esperar y exigir lucidez e independencia de criterio. Ante la perogrullada que a esto se puede objetar, en el sentido de que todo el mundo tiene derecho a equivocarse, me cabe argüir que, abarcando tal cosa a todos, es menos disculpable en inteligencias preclaras que, además, eran conscientes de la enorme influencia que durante todo ese tiempo tenían sus tomas de posición. Me voy a permitir poner ejemplos, al unamuniano modo, contra éstos y aquéllos. ¿Cómo es que grandes intelectuales europeos, renegando del sistema capitalista en el que vivían, no sólo no condenaban, o, en el mejor de los casos, tardaron mucho en hacerlo, y casi siempre con la boca pequeña, sino que además elogiaban el llamado «socialismo real»? ¿Cómo es que en la España famélica, curil y casposa de los años 40 gentes como Carlos París, o Laín Entralgo estaban tan encantados con los soportes ideológicos del franquismo? La lectura de libros de Jordi Gracia o de Gregorio Morán sobre la vida «intelectual» y universitaria de aquella época de la historia de España arroja bastante luz al propósito. ¡Cuánta y qué infame ceguera de uno y otro lado por parte de la «intelligentsia» de todos los colores! Y esos casi cien años de ceguera vienen muy a cuento en el primer aniversario de la muerte de Solzhenitsin. Nunca olvidaré, como escribí en su momento, las reacciones que hubo a su comparecencia televisiva en España un 20 de marzo de 1976, cuando fue entrevistado por Íñigo en su programa estrella que se llamaba «Directísimo». Porque los insultos de los que fue objeto no vinieron dados por la mayor o menos calidad de su obra, lo que hubiese resultado muy interesante, sino por sus severas y demoledoras críticas al sistema soviético. Para aquel rojerío español de 1976, que no tardaría mucho en dejarse engullir por el felipismo, resultaba herético e imperdonable declararse anticomunista. Bien es verdad que a muchos de aquellos no les cayó el Muro en 1989, sino bastante antes, cuando González les envió guiños y cuando algunos de ellos colaboraron de forma entusiasta en la campaña del referéndum de la OTAN a favor de aquel Gobierno cuyo partido había hecho famoso el lema poco antes que, de entrada, no. ¡Qué convicciones más arraigadas y qué consistencia ideológica la de aquellos preclaros personajes! Casi cien años de ceguera en los que, repito, hay casos para todos los gustos. Nadie pone en duda la importancia de Heidegger en la historia del pensamiento europeo y, como se sabe, ahí están sus devaneos con Hitler. Nadie pone en cuestión tampoco la talla de Sartre, y sus cegueras y errores también están ahí. Ahora que, desde hace tres décadas, la presencia e influencia de los llamados intelectuales es casi nula en el mundo occidental, buen momento es para recordar a aquellos escritores y pensadores cuyas trayectorias están jalonadas por una lucha incesante y admirable contra los totalitarismos. Solzhenitsin es uno de esos casos. Kundera habla en uno de los capítulos de su último libro sobre Solzhenitsin. Y coincido totalmente con lo que dice. Archipiélago Gulag no tiene en lo literario su mayor atractivo, sino en lo testimonial. Solzhenitsin no es Dostoievski, no es uno de los grandes literatos contemporáneos. Su interés radica en la denuncia. No fue la soberbia el mayor «pecado» de los intelectuales, sino la ceguera, consecuencia del fanatismo y también de maniqueísmos imperdonables en gentes con capacidad más que sobrada para percatarse de miserias, tropelías y abusos, que tendrían que haber sido denunciados con el mismo coraje que Zola tuvo en su momento contra el poder político y social de aquella Francia llena de oprobio, según consignó el gran novelista. Solzhenitsin servirá de espejo a los azogues y almas cortas, por parodiar a Salinas, que, desde sus púlpitos cívicos, hicieron de voceros de totalitarismos infames. En este caso, denigrando a un hombre cuya obra fue un clamor contra un sistema político oprobioso y criminal. Casi cien años de ceguera. Y ahora silencio. A saber qué es peor.