El «caso Heidegger»Jesus Aguirre. El País. 22/01/1989

Dos o tres días después de la muerte de Martin Heidegger, en 1976, publiqué en las páginas de este mismo diario un artículo necrológico, que Javier Pradera me dijo era feroz (bien es verdad que lo escribí no tanto a golpe de máquina, sino a tragos de vodka helados: ¡tiempos aquéllos!), que hizo rechinar los dientes a ciertos orteguistas, quienes, al parecer, ignoraban que su ídolo pretendió, a su vez, ignorar al pensador de la Selva Negra. O que no habían leído, o quizá olvidaron, que Luis Martín Santos, en su excepcional novela Tiempo de silencio, parodiaba a Ortega y Gasset, heideggerianamente, como el-que-ya-lo-había-dicho-todo- antes-que-Heidegger, y retrataba, con evidente injusticia, a Xavier Zubiri como discípulo «pintacaspiano». (Aquel artículo mío influyó más tarde en determinada elección, conseguida por el candidato, para la Real Academia Española.) Escribí entonces que Heidegger era gravemente responsable de silencio frente a las barbaridades perpetradas por los nacionalsocialistas, mientras que otros -mi maestro Adorno, por ejemplo especulativo, Marlene Dietrich o Thomas Mann, por casos cinematográfico y literario, respectivamente- movieron la resistencia fuera de Alemania. Me quedé corto. El rector breve de la universidad de Friburgo en Brisgovia, nombrado a dedo por autoridades académicas más que complacientes, militó con carné pardo (número 312.589), según documenta muy contundentemente el chileno Víctor Farlas en un libro apretado que se editó en francés durante el último otoño.No soy partidario de buscar las raíces de las muelas de ideologías políticas cualesquiera en las encías pensantes de quienes legan una obra indiscutible. El gallardo (sin bromas) José Antonio Primo de Rivera pretendió enraizar, a posteriori, sus crispaciones, que el general Franco aprovechó tanto tiempo como le convino, en el corpus imprescindible, retórico, feroz altivo y un punto cursi de don José Ortega. Hitler o sus sicarios -que los tuvo tontos, listos y casi todos chacales aquel fatal pintor de brocha gorda y bigotito semoviente- instaron una operación parecida, también a posteriori, con la estremecedora producción de un lúcido demente, Nietzsche, que murió en Sils-Maria (donde también dejó de estar de entre los vivos, ahíto, aun sin catarlo, del consumismo sedicentemente revolucionario de 1968; Theodor W. Adorno). No he tenido mucho en cuenta el libro de Luc Ferry y Alain Renaut Heidegger y los modernos, porque la más ligera alusión a la posmodernidad me produce, quiera o no quiera una risa imponente; rechacé asqueado, el de Phillippe La coue-Laberthe, que es un mero cúmulo de injurias.He leído este verano calmo

la excelente traducción al castellano, servida por Yves Zimmermann, de Unterwegs zur sprache (1959), de Heidegger (De camino al habla, 1987), y releeré cualquier día de ocio sin sueldo el Heráclito póstumo de dicho autor, o su precioso y peligrosísimo ensayo sobre Hoelderlin, que me tiré al coleto adolescente, en Santander y en francés, porque todavía no conocía el alemán, empleando una semana fatigosa en digerir las seis primeras páginas.

Este invierno, en Bonn, coincidí ante las cámaras -que se averiaron, por cierto-, durante más de una hora, de la televisión tudesca con el escultor vasco (su padre era militar y alicantino o segoviano) Eduardo Chillida. Los alemanes le preguntaron por sus ilustraciones para un libro, más o menos aforístico, de Heidegger, que María Corral asegura debieron ser del vasco 0teiza. (El texto de Heidegger es mera cháchara, muy de las suyas.) Respondió Chillida, tan anchamente, que Heidegger le había asegurado que su escultura y los pinitos en patois que él mismo hacía, por ejemplo sobre Hebel salvaban dos culturas primigenias. Yo, que llevo seis apellidos alaveses y bilbaínos, uno tras otro, me encogí -visiblemente de hombros y callé porque estábamos fuera de España y en presencia de nuestro embajador en «una pequeña ;iudad en Alemania»; ahora estoy escribiendo en San Sebastian. ¡Allá Chillida y que Siga peiando el viento!

Lo sospechoso, por no decir asquerosito, de los crímenes nazis y los más sustanciosos libros de Heidegger es la coincidencia en fechas. En este caso, no se trata de un aprovechamiento posterior, sino de arenga letrada a estudiantes iletrados y con mella de espadas bravuconas en las mejillas. Farias, el chileno, aporta pruebas imbatibles de las siniestras conexiones entre la que Adorno llamó «jerga de la autenticidad» (un libro, con este título, del jefe del grupo de Francfor, edité yo en Taurus) y las atrocidades en los campos de exterminio judío, que visitaron algunos paniaguados de franquismo y tardaron en contar, descargando su conciencia, los años justos. La desgracia, de Heidegger en la política alemana de aquellos tiempos, que iban a durar 1.000 años, no se debió a silentes arrepenimientos, sino a la pertenencia del pensador a una fracció nazi que fue pasada por cuchillos largos: la de Roehn .

Un monje, que no fraile Abrab um de Santa Clara, inspira a un Heidegger primerizo imborrables tendencias deletéreas. Lo curioso es que se llamase Abraham un defensor combativo de la raza aria (¿Será cierto lo que afirma Julio Caro Baroja, dado que tras cualquier nacionalismo exacerbado hay que buscar a curas o a frailes»). En mis años muniqueses se papeaba la respuesta negativa del filósofo, taciturno y selvático, a una oferta de cátedra que la universidad bávara le cursó en 1933: «Para mí está claro que, dejando aparte motivos personales, tengo que decidir dar cumplimiento a la tarea, que me permitirá servir, de la mejor manera, al trabajo de Adolfo Hltler». Escuché, por ende, con curiosidad y escepticismo, la conferencia que dictó Heidegger en el aula magna de mi universidad de entonces. Don Martín ya no era más que el loro de sí mismo.

Estoy de acuerdo con Lyotard en que el poeta judío Paul Celan, que se suicidó en París no sé bien si en febrero, define, paradójicamente, el significado sangrante del silencio a medias de Heidegger y de todos los silencios, también los españoles, que si callan es porque quieren acallar: «Es su falta: lo que le falta, en lo que él falta y cuya falta le falta». Sigue viva la palabra, aunque los nazis pretendieran asesinarla, y precisamente la del alemán Paul Celan, sobre los muertos que se le adelantaron.

Adorno detestó siempre, inverecundamente, las intenciones y consecuencias del pensamiento heideggeriano. No hay piedra angular que no lo sea un poco también de escándalo. (El escándalo de este filósofo es, desde luego, tamaño.) El caso es que la metafísica, con este pensador alemán, alcanza una cúspide que carece de digno descenso: máxima altura de poder filosófico, máximo sometimiento a un poder político nefasto. ¿Hay, por ventura, salida?

Lo intentamos a través de la lógica sajona, que no deja de ser, también ella, camino de una sola dirección. La sociología, por soberbia, se convirtió en sociometría. Quedaba la literatura; pero, sobre todo, la vienesa del otro, del precedente fin de siglo. ¿Repetir? Pero si la repetición es una categoría heideggeriana. Ni siquiera la música. «¿El mar, el mar, y no pensar en nada?». Quizá, mas también esos volúmenes de índices de ediciones críticas, casi impecables, como la nueva del duque y par Louis de Saint-Simon. ¡Ah, sí, nos queda el protocolo, Tintín y Doña Urraca!

Jesús Aguirre es duque de Alba.

* Este articulo apareció en la edición impresa del Sábado, 21 de enero de 1989