Héroes sin dioses. Luis Meana. El País. 24/11/1987.

La reciente aparición del libro del profesor chileno Víctor Farias sobre las supuestas relaciones del filósofo Martin Heidegger con el nacionalsocialismo hitleriano ha vuelto a desatar la polémica europea sobre las ideas del pensador. En este artículo se trata de situar la discusión.

En el otoño de 1914 -o sea, unos 20 años antes de la Rektoratsrede, de Heidegger- se publica en Alemania el llamado Manifiesto de los 93, en el que gentes tan prestigiosas como Röntgen, Wassermann, Neisser, Ehrlich, Ostwald y Planck firman lo siguiente: «Con la misma intensidad con la que no nos dejamos superar por nadie en nuestro amor al arte, rechazamos decididamente aceptar la salvación de una obra de arte al precio de una derrota alemana… Sin el militarismo alemán, la cultura alemana sería exterminada de la Tierra… Ejército alemán y pueblo alemán son una misma cosa. ¡Lo que avalamos y defendemos con nuestros nombres y con nuestra honra!». Dos científicos se negaron significativamente a firmar este manifiesto: Einstein y G. F. Nicolai. El destino, por supuesto, no se lo agradecería.En condiciones normales, ese texto debería bastarle al público para convencerse de que propiamente no hay tanto caso Heidegger como parece. Primero, porque el heideggerianismo nazista empieza, como ya escribió Lukács y describió Thomas Mann, en Faustus, mucho antes de Heidegger, y está profundamente enraizado en una cierta tradición alemana. Segundo, porque, aunque sea verdad que, tras la contribución de Farias -y sin olvidar la anterior de G. Schneeberger-, la recalcitrante perseverancia de Heidegger en su error está ahora mejor documentada que nunca, ese hecho era ya, al menos desde 1953, conocido.

El que, a pesar de todo eso, tengamos, en la práctica, un caso Heidegger y el que, con una cierta regularidad, el mundo entero se pare a preguntarse, como si no tuviera cosa mejor que hacer, si Heidegger fue o no nazi, y hasta cuándo, hay que atribuirlo más a las curiosidades y trampas de una cierta situación historiográfica alemana que al nazismo bien comprobado de Heidegger. Cierto que la conversión de Heidegger en una especie de monolito aislado y fetichista puede deberse, y se debe, a razones meramente secundarias. Por ejemplo, su enorme repercusión pública y publicitaria; también, desde luego, a un cierto desconcierto sorprendido de los espectadores ante la monstruosidad del héroe. A nadie le resulta fácil asimilar que un hombre tan supuestamente inteligente le diga a Jaspers en 1933 que el primitivismo intelectual de Hitler no importa, que eso no cuenta frente a la belleza de sus manos. La repetición sería aquí una forma de digestión. Pero probablemente hay que temer que, tras esa transformación de Heidegger de «niño fenomenológico» -por usar la fórmula acuñada por la mujer de Husserl- en criatura fenomenal, se oculten razones mucho menos ingenuas. Por decirlo lisa y llanamente: que se oculte una táctica de cortafuegos. Mejor aislar férrea y completamente la llama, consintiendo que arda todo lo que quiera, que permitir que se extienda a los territorios colindantes. La paradójica pertinacia con la que se ensucia la memoria de Heidegger, mientras se mantiene inmaculada la de otros héroes no mucho menos manchados, obliga a pensar en una especie de astuta economía mental y moral por la que, en virtud de una especie de equilibrio ecológico, se ensucia mucho a un héroe, ya sucio, para mantener bien limpios a los otros.

Mucho más interesante que la repetición publicitaria del conocido caso Heidegger sería, por ejemplo, el rascar un poco la pátina de otros héroes. Por ejemplo, el caso Planck, al que encontramos en los anales saludando con el brazo bien en alto o visitando a Hitler. O una documentación muy reciente sobre el caso Heisenberg, en la que se le describe escupiendo delante de Max Born, ofendiéndole gravemente a él y a su mujer, o diciendo, al parecer, en 1943 en Holanda: «La historia le da a Alemania el derecho a dominar Europa y luego el mundo. Sólo una nación que domine sin compasión puede mantenerse a sí misma. La democracia no puede desarrollar suficiente energía para regir Europa. Sólo hay dos posibilidades: Alemania o Rusia, y quizá una Europa bajo mando alemán sea el mal menor». Podría tratarse también los casos especialmente infames de la medicina y los médicos. 0 también el de los furchtbare juristen, documentado también excelentemente por I. Müller. Paradójicamente, de toda esa historia de la infamia nadie dice nada, o muy poco. Aquí no existe más que Heidegger.
Rompecabezas

Esa globalización tendría, entre otras, la virtud de ilustrar que Heidegger es un mosaico más, y probablemente no el más importante, en un rompecabezas increíble y gigantesco. Fueron muchos los que pagaron la cuota del partido, fueron también muchos los denunciantes y fueron muchísimos más los que guardaron un silencio sepulcral y cobarde. Esa globalidad ayudaría al público a comprender que la pregunta principal no es si Heidegger fue o no nazi, y hasta cuándo lo fue, sino la cuestión de la inteligencia en el fascismo. Es decir, la pregunta de para qué sirve socialmente una inteligencia que, con toda su capacidad, no es capaz de percibir la más evidente y elemental brutalidad.Todo eso, todas esas novedades serían mucho más importantes que la novedad de la duración del nazismo recalcitrante de Heidegger. El hecho de que casi todas las historiografias intelectuales eviten meterse o extenderse sobre esos 15 años; el hecho de que todo intento de tocarlos a fondo se interprete, todavía hoy, como un intento de difamación colectiva de una profesión o de unos profesionales; el hecho de que se mantengan, a pesar de todos los datos y contra viento y marca, y para casi todos los campos sin excepción -véase Snow, léase a Mann-, siempre la misma leyenda: que Heisenberg y otros podrían haber hecho la bomba atómica, pero no la hicieron por convicciones morales; que la mayoría fue nazi sólo por sobrevivir o por evitar que otros peores tuviesen las riendas en la mano; todo eso viene a confirmar que esos problemas y preguntas siguen tan pendientes de solución ahora como antes.

Pero las últimas novedades de un Heidegger nazi nos llegan tarde en otro sentido mucho más decisivo: en un sentido ideológico. Mientras el mundo discute las últimas novedades del libro de Farias sobre el nazismo de Heidegger, un nuevo revisionismo corre ya un paso, o muchos pasos, adelantado. Porque, en vez de ocuparse de asuntos tan elementales, ese revisionismo trabaja cuestiones y problemas mucho más avanzados. Por ejemplo, cómo entenderjustificar no el nazismo de Heidegger, sino, sencillamente, el nazismo. El de Heidegger se da ya por cosa aceptada y hecha, y asimilable con la disculpa de su genio o el valor indiscutible de su obra. Todo eso sin contar que él mismo dijo que «quien piensa a lo grande yerra grandiosamente». Es decir, ahora se trata, primeramente, de quitarle, mediante un distanciamiento histórico, todo el hierro posible al asunto, o sea, de des-singularizar y desmitologizar el nazismo, convirtiéndolo, tanto a él como al holocausto judío, en un suceso histórico más; segundo, de encontrar para ese pasado, lo mismo que para cualquier otro pasado, una explicación y, eventualmente, una justificación, o sea, de abordarlo científicamente, por un lado, y de neutralizarlo moral e históricamente, por el otro; tercero, de buscar con esos datos una nueva identidad alemana posconvencional. De esa forma, la reelaboración histórica lograría lo que no logran los sentimientos: normalizar el pasado y hasta incluso desmoralizarlo. Los componentes ideológicos del propósito y los peligros de relativización implicados pueden suponerse; ése es hoy el debate, naciente o renaciente, en Alemania, del que Dahrendorf ha dicho que es el más importante de la década. En una palabra, el llamado debate de los historiadores entre Habermas y un grupo de prestigiosos profesionales de la historia que se ha propuesto, implícita o explícitamente, limpiar a fondo el terreno. Si, como ya dijo Hegel, no es posible juzgar moralmente a los genios, de lo que se trata ahora, por lo que se ve, es de comprobar si ciertas genialidades históricas no lo serán tampoco. Y con eso, todos, de nuevo, tan contentos.

Luis Meana profesor de Filosofía, enseña en la RFA.

* Este articulo apareció en la edición impresa del Martes, 24 de noviembre de 1987