Humanismo en Nueva York. Pedro Lain Entralgo. El País. 21/12/1979

He tenido ocasión de tomar parte en el coloquio organizado por el Cornell University Medical College, en torno a los problemas que hoy plantea la relación entre las humanidades y la medicina -Conference on Changing Values in Medicine era, muy norteamericanamente, su título-, y pienso que una breve glosa de su contenido puede ayudar al buen entendimiento de la compleja e indecisa cultura de nuestro tiempo.Unos cuantos datos iniciales. Planeado y dirigido por Eric J. Cassell, profesor de Clínica Médica en la Cornell University, ese coloquio ha consistido en la libre discusión de cuatro ponencias de índole más médica, a cargo, naturalmente, de profesores de medicina, y otras cuatro de carácter más humanístico, a cargo de dos filósofos, un historiador de la ciencia y un sociólogo; discusión a la que metódicamente precedía el comentario de un coponente, «humanista» en el caso de aquéllas, y «médico» en el de éstas. La ponencia del médico Cassell, El empleo de los datos subjetivos en la práctica clínica, fue comentada por E. McMullin, profesor de filosofía; la del filósofo-sociólogo Toulmin, Nuevos modos de entender la casualidad en medicina, por un médico-filósofo, H. T. Engelhardt, y así las demás. Añadiré que a las sesiones, cinco en total y de tres o cuatro horas cada una, han asistido asiduamente entre 150 y doscientas personas, procedentes de los más diversos estados de la Unión. Hasta aquí, muy surnariamente, los hechos. Se trata ahora de saber lo que esos hechos significan.

Ortega calificó de frívolos a Heidegger y Sartre en un texto hasta ahora inédito. El País. 15/01/1981

El filósofo José Ortega y Gasset escribió en 1951 que entre los años 1900 a 1950 no hubo en Occidente auténtica producción filosófica, ya que lo que proliferó fue el neokantismo, que no era propiamente una filosofía. Para el filósofo español, autor, entre otras obras, de La rebelión de las masas, pensadores de aquel tiempo como Heidegger o Sartre se comportaron de una forma frívola por haberse dedicado a la búsqueda del ser, cosa que ya fue superada por los griegos.

Los encuentros y los sentimientos. Carlos Gurméndez. EL PAÍS. 03/01/1984

Los estados de ánimo, el humor de cada día, reflejan cómo le va a uno, está o se siente, y asistimos a lo que nos pasa casi sin darnos cuenta. Son sensaciones e impresiones oscuras, confusas, que no alcanzamos a comprender por qué nos suceden. Estos sentires, a veces contradictorios e imprecisos, son el resultado de tener contactos, del hecho simple de encontrarse con personas o cosas. Es caer víctimas del mundo que nos rodea, dejarle herir por las miradas o los gestos de otros, disgustarse, dolerse y también regocijarse. Todos los encuentros crean estados de ánimo placenteros o dolorosos, y se amalgaman para configurar los múltiples acontecimientos de la vida cotidiana. Estos encuentros son el modo originario de los sentimientos. «El hecho que los sentimientos puedan trastocarse y enturbiarse, sólo dice que el ser ahí está ya siempre en un estado de ánimo», observa Heidegger. Pero el estado de ánimo no es una actitud pasiva ante lo que nos pasa, porque, como nos inquieta, solicita reacciones, ya sea abriéndonos y sintiendo con resignada melancolía lo que nos acontece o cerrándonos con irritación malhumorada para rechazarlo. Al polarizarse nuestro talante cotidiano en el abrirse del placer o el contraerse del dolor, se constituyen los afectos.

El peligro de la técnica. Pedro Lain Entralgo. EL PAÍS. 08/06/1984

Contaré de nuevo la historia que imaginó el biólogo Jacobo von Uexküll. Cierta criadita berlinesa ve hacer una tina de lavar, y todo lo encuentra muy comprensible; todo, menos la procedencia de la madera. «¿Cómo hacen la madera?», pregunta. «La madera», le responden, «se saca de árboles como los que hay en el Tiergarten». «¿Y dónde hacen los árboles?», sigue preguntando. «No los hace nadie, crecen ellos solos». Y la tecnificada y metódica dubitante concluye: «¡Vamos! ¡En alguna parte tendrán que hacerlos!Si esto pudo ocurrir hace tres cuartos de siglo, ¿qué no diría esa misma criaturita en los años que ahora corren, cuando casi todo lo que nos rodea, desde que suena el despertador hasta que el televisor se apaga, es puro artefacto, calculado producto de esa actividad humana que los antiguos llamaron arte, y hoy, más a la griega, denominamos técnica? No es azar que desde hace muchos decenios menudeen las reflexiones de los filósofos y las invenciones de los literatos acerca de lo que la técnica significa en la existencia del hombre; y tampoco lo es que ante la inexorable mecanización de la vida que la tecnificación de ella trae consigo haya surgido la voz de alarma de cuantos ven en la libertad creadora la más alta cima de la dignidad humana. Mucho antes de que Charlie Chaplin nos melancolizara con Tiempos modernos, el agudísimo Pirandello había expresado las cuitas íntimas de Serafino Gubbio, un viejo operatore de cine para quien vivir era dar vueltas y más vueltas a la manivela del proyector: «De nada me sirve el alma. Me sirve, eso sí, la mano, porque ella es la que sirve a la máquina… Forzados por la costumbre, mis ojos y mis oídos empiezan a ver y oír todo bajo la figura de ese tic-tac rápido e incesante… Todo obedece a un mecanismo que sigue y sigue jadeando…» Pirandello quería hacemos ver que el anverso de la técnica -brindarnos comodidad para lo que ya hacíamos, permitirnos hacer algo que antes no hacíamos- lleva fatalmente consigo un áspero y peligroso reverso: mecanizamos, disminuir o anular el ejercicio de nuestra libertad.

La ingenuidad política. José Ferrater Mora. El País. 28/10/1985

En 1933, el filósofo alemán Martin Heidegger aceptó el nombramiento de rector de la universidad de Friburgo. Inauguró su rectorado con un discurso titulado La autoafirmación -si se quiere, también autodefensa (selbstbehauptung)- de la Universidad alemana. Dado el prestigio y la influencia que el filósofo ejercía ya -y que, con los inevitables altibajos, ha continuado hasta la fecha-, el discurso en cuestión tuvo gran resonancia. No tanto por las típicas locuciones a que Heidegger tenía ya acostumbrados a sus lectores y oyentes -que iban del «mandato a recapturar la grandeza de los orígenes» hasta la.concepción de la «esencia de la ciencia» como un ‘Tranco, interrogativo, mantenimiento del propio fundamento en medio de la incertidumbre de la totalidad de lo que es», y otras frases del mismo estilocomo por la resuelta afirmación de tres clases de servicio a la patria: el servicio militar, el servicio laboral y el servicio del saber.La idea de los dos primeros servicios no se prestaba a muchas polémicas: el servicio laboral podía interpretarse simplemente como la actividad normal de un ciudadano en cualquier «república de trabajadores», y la frase llservício militar» -el militum facere de los romanos- había ingresado en la lengua común. Pero el «servicio del saber» era cosa muy distinta. A menos de significar meramente la actividad normal de científicos y universitarios, debía entenderse como una labor por medio de la cual se servía a la patria. Pero ahí está el problema: puede servirse, si se quiere, a la patria (haciéndola, por ejemplo, más respetada y conocida) pintando cuadros o haciendo descubrimientos científicos, pero este tipo de servicios no está subordinado a intereses patrióticos o nacionales, de modo que es un servicio sólo por cortesía o por añadidura.

¿Diálogo con Ortega? Antonio Rodríguez Huescar. El País. 16/11/1985

Un artículo de José Luis López Aranguren sobre la filosofía orteguiana y sus seguidores sirve de arranque y motivo de reflexión para el autor, de este artículo sobre la ortodoxia y la heterodoxia en el orteguismo. Según sus palabras, para que exista heterodoxia, «para ser de verdad hetero-doxo, lo primero que hace falta es ser doxo, es decir, haber digerido y asimilado la doctrina de la que se disiente en este caso, haber sido orteguiano». Cuando el autor intenta encontrar a estos orteguiános heterodoxos, que vendrían «a liberar» el pensamiento de Ortega de sus secuestradores, asegura que no halla más que vacío.