La recuperación del Socialismo.E.F. Schumacher

por E.F. Schumacher (*)

Tanto las consideraciones teóricas como la experiencia práctica me han llevado a la conclusión de que el socialismo es de interés solamente por sus valores no económicos y por la posibilidad que crea para la derrota de la religión de la economía. Una sociedad regida principalmente por la idolatría del enrichissez-vous, que festeja a sus millonarios como a héroes, no puede ganar nada a través de la socialización que no pudiera ganar también sin ella.

No es sorprendente que muchos socialistas en las llamadas sociedades avanzadas, que son (lo sepan o no) devotos de la religión de la economía, se estén preguntando hoy día si es que la nacionalización no está realmente fuera de lugar. Causa un montón de problemas, así que, ¿para qué preocuparse por ella? La extinción de la propiedad privada por sí misma no produce resultados espectaculares; todavía hay que trabajar por todo aquello que tiene valor con devoción y paciencia. El perseguir la viabilidad financiera, combinado con el perseguir altos objetivos sociales, produce muchos dilemas, muchas aparentes contradicciones e impone cargas muy pesadas sobre la dirección empresarial.

        Si el propósito de la nacionalización es principalmente producir un crecimiento económico más rápido, una eficacia mayor, mejor planificación, etc, es casi seguro que habrá desilusiones. La idea de conducir la economía entera sobre la base de la codicia privada, como Marx bien lo reconociera, ha mostrado una extraordinaria capacidad para transformar el mundo.

“La burguesía, donde quiera haya tomado el mando, ha puesto fin a todas las relaciones feudales, patriarcales e idílicas y no ha dejado ningún otro nexo entre hombre y hombre que el desnudo interés individual… La burguesía, por medio por medio del rápido mejoramiento del todos los instrumentos de producción, a través de los medios de comunicación inmensamente facilitados, atrae a todas las naciones, aún a las más primitivas, a la civilización”. (Manifiesto Comunista).

La fuerza de la idea de la empresa privada yace en su simplicidad aterradora. Sugiere que la totalidad de la vida puede ser reducida  a un aspecto: beneficios. El hombre de negocios, como individuo privado, puede estar interesado en otros aspectos de la vida, -tal vez en la bondad, la verdad y la belleza-,  pero como hombre de negocios se preocupa sólo de los beneficios. En relación a esto, la idea de la empresa privada se adecua exactamente a la idea de El Mercado, al que en un capítulo anterior, denominé “la institucionalización del individualismo y de la irresponsabilidad”. De la misma manera, se adecua perfectamente a la tendencia moderna hacia la total cuantificación, a expensas de la apreciación de las diferencias cualitativas, porque a la empresa privada no le preocupa qué es lo que produce, sino cuanto es lo que gana con la producción.

            Todas las cosas llegan a ser claras como el cristal cuando se ha reducido la realidad a uno, solamente a uno, de sus miles de aspectos. Se sabe qué es lo que hay que hacer: todo aquello que produzca beneficios. Se sabe qué es lo que hay que evitar: todo aquello que los reduzca o que arroje pérdidas. Y hay al mismo tiempo una perfecta medida para el grado de éxito o fracaso. Que nadie oscurezca el tema preguntando si es que una acción particular lleva a la riqueza o al bienestar de la sociedad, se es que conduce al enriquecimiento moral, estético o cultural. Simplemente vea si es rentable. Si la hay, elija la otra alternativa.

            No es casualidad que los hombres de negocios con éxito sean a menudo asombrosamente primitivos; viven en un mundo convertido en primitivo por un proceso de reducción.  Se adecuan a esta versión simplificada del mundo y están satisfechos con ella. Y cuando ocasionalmente el mundo real hace conocer su existencia e intenta atraer su atención sobre sus diferentes facetas, para las cuales no hay lugar en su filosofía, tienden a mostrarse impotentes y confundidos. Se sienten expuestos a peligros incalculables y a fuerzas “insanas” y abiertamente predicen el desastre general. Como resultado, sus juicios sobre acciones dictadas por una perspectiva más completa del significado y propósito de la vida generalmente no tienen ningún valor. Para ellos es una conclusión apriorística que un esquema de cosas diferente, un negocio, por ejemplo, que no esté basado  en la propiedad privada, no puede de ninguna manera tener éxito y que si tiene éxito debe haber una explicación siniestra: “explotación del consumidor”,  “subsidios escondidos”, “trabajo forzado”, “monopolio”, “liquidación de mercancías invendibles” o alguna oscura y horrible acumulación de una cuenta deudora que el futuro de pronto habrá de presentar.

            Pero esto es una digresión. Lo más importante es que la fuerza real de la teoría de la empresa privada yace en su despiadada simplificación, la cual encaja admirablemente en los modelos mentales creados por los éxitos de la ciencia. La fuerza de la ciencia también se deriva de la “reducción” de la realidad a uno u otro de sus muchos aspectos, principalmente la reducción de la calidad a la cantidad. Pero de la misma manera que la concentración prioritaria de la ciencia del siglo XIX en los aspectos mecánicos de la realidad tuvo que abandonarse porque gran parte de la realidad no se adecuaba a ella, así la prioritaria concentración de la vida de los negocios en el aspecto de lo “beneficios” ha tenido que ser modificada porque fracasó en satisfacer las necesidades reales del hombre. Fue un logro histórico de los socialistas el provocar este desarrollo, con el resultado de que la frese favorita del capitalismo ilustrado de hoy es: “Ahora somos todos socialistas”.

            Es decir, el capitalista de hoy desea negar que el objetivo final de todas sus actividades es el beneficio. El dice: “hacemos muchas cosas por nuestros empleados que no debiéramos realmente hacer, tratamos de preservar la belleza del campo, nos embarcamos en investigaciones que pueden no rendir ningún beneficio”, etc. Todos estos argumentos nos son muy familiares; algunas veces están  justificados, otras veces no.

            Lo que nos preocupa aquí es esto: la empresa privada al “viejo estilo” se ocupa simplemente de los beneficios y así logra una poderosa simplificación de objetivos y obtiene una medida perfecta del éxito o el fracaso. La empresa privada de “nuevo estilo”, por otro lado, persigue una gran variedad de objetivos, trata de considerar toda la riqueza de la vida y no meramente la cuestión del dinero y de cómo hacerlo. Por lo tanto, no logra ninguna simplificación poderosa de objetivos y no posee ninguna medida confiable de éxito o fracaso. Si es así, la empresa privada de “nuevo estilo”, organizada en grandes compañías, se diferencia de la empresa pública sólo en un aspecto: en que da un ingreso a sus accionistas sin que éstos hayan trabajado.

            Esta muy claro que los protagonistas del capitalismo no se pueden salir con la suya. No pueden decir “ahora somos todos socialistas” y sostener al mismo tiempo que el socialismo no puede funcionar de ninguna manera.

Si ellos mismos persiguen objetivos que no son los de hacer beneficios, no pueden argumentar que no se pueden administrar los medios de producción de la nación de una manera eficaz tan pronto como se permita la entrada de otras consideraciones que no sean la producción de beneficios. Si ellos pueden ingeniárselas sin el patrón de medida de los beneficios, también puede hacerlo la industria nacionalizada.

            Por otro lado, si esto es más bien una simulación y la empresa privada trabaja para un beneficio y (prácticamente) nada más, si la búsqueda de otros objetivos en realidad solamente depende de hacer beneficios y constituye simplemente su propia elección de qué hacer con algunos de los beneficios, cuanto antes se aclare será tanto mejor. En tal caso, la empresa privada todavía puede reclamar la posesión del poder de la simplicidad. Su argumento en contra de la empresa pública sería que esta última es más propensa a ser ineficaz precisamente porque intenta perseguir varios objetivos al mismo tiempo y el argumento de los socialistas en contra de la primera sería el tradicional, que no es principalmente económico, es decir, que degrada la vida por su misma simplicidad basando toda su actividad económica solamente en la codicia privada.

            Como he mencionado antes, el problema de la vida económica (y de la vida en general) es que requiere constantemente la reconciliación viva de lo contrarios, que, en estricta lógica, son irreconciliables. En macroeconomía (la dirección de sociedades enteras) es siempre necesario tener planificación y libertad, no por la vía de un compromiso débil  y sin vida, sino por un reconocimiento explícito de la legitimidad y necesidad de ambos. De la misma manera en microeconomía (la dirección de empresas individuales), es por un lado esencial que haya una responsabilidad y autoridad completa y, sin embardo, también es igualmente esencial que haya una participación libre y democrática de los trabajadores en las decisiones de la dirección. De nuevo, no se trata de mitigar la oposición de estas dos necesidades por algún compromiso que no ha de satisfacer a ninguna de ellas, sino de conseguir el reconocimiento de ambas. La exclusiva  concentración en  uno de los opuestos, digamos en la planificación, produce el estalinismo; mientras que la exclusiva concentración en el otro produce el caos. La respuesta normal a cualquiera de ellas es un movimiento de péndulo hacia el otro extremo. Sin embargo, la respuesta normal no es la única respuesta posible. Un esfuerzo intelectual generoso y magnánimo (lo opuesto a la crítica quejumbrosa y malevolente) pude permitirle a una sociedad el encontrar, al menos por un tiempo, un camino medio que concilie los opuestos sin degradar a ninguno de ellos.

            Lo mismo se aplica a la elección de los objetivos en la vida de los negocios. Uno de los opuestos (representado por la empresa privada al “viejo estilo”) es la necesidad de lo simple y lo mensurable, que es mejor satisfecha por una estricta limitación de la perspectiva al “beneficio” y nada más. El otro opuesto (representado por la concepción “idealista” de la empresa pública) es la necesidad de una humanidad total y amplia en la conducta de los negocios económicos. El primero, si es seguido exclusivamente, conduce a la total destrucción de la dignidad del hombre; el último, a una caótica ineficacia.

            No hay “soluciones finales” a esta clase de problema. Sólo hay una solución viva obtenida día a día sobre la base de un claro reconocimiento de que ambos opuestos son válidos.

            La propiedad, sea pública o privada, es un mero elemento de la estructura. No establece por sí sola los objetivos a perseguir dentro de esa estructura. Desde este punto de vista es correcto decir que la propiedad no es la cuestión decisiva. Pero es también necesario reconocer que la propiedad privada de los medios de producción está muy limitada en su libertad de elección de objetivos, porque se ve empujada a la búsqueda de beneficios y tiende a tomar un punto de vista estrecho y egoísta acerca de las cosas. La propiedad pública da completa libertad a la elección de los objetivos y puede,  por lo tanto, utilizarse para cualquier objetivo elegido. Mientras que la propiedad privada es un instrumento que por si mismo determina en gran manera los fines para los cuales puede ser empleada, la propiedad pública es un instrumento cuyos fines están indeterminados y necesitan ser elegidos conscientemente.

            Por lo tanto, no existe realmente un sólido argumento a favor de la propiedad pública si los objetivos perseguidos por la industria nacionalizada han de ser exactamente tan estrechos, tan limitados como aquellos de la producción capitalista: rentabilidad y nada más. Aquí yace el peligro real de la nacionalización en Gran Bretaña hoy día, no en ninguna ineficacia imaginada.

            La campaña de los enemigos de la nacionalización consta de dos pasos bien definidos. El primer paso es un intento de convencer al público en general y a la gente ocupada en el sector nacionalizado de que la única cosa que importa en la administración de los medios de producción, distribución e intercambio, es la rentabilidad. Que cualquier alejamiento de este patrón sagrado (y particularmente un alejamiento por parte de la industria nacionalizada) impone una carga intolerable sobre cada uno y es directamente responsable de todo lo que pueda ser equivocado en el conjunto de la economía. Esta campaña está teniendo un éxito notable. El segundo paso es sugerir que, dado que realmente no hay nada especial en la industria nacionalizada, y, por lo tanto, ninguna promesa de progreso hacia una sociedad mejor, cualquier nacionalización sería un evidente caso de inflexibilidad dogmática, un mero “fraude” organizado por políticos frustrados que no saben nada, a los que no se les puede enseñar e incapaces de la duda intelectual. Este pequeño y nítido plan tiene todas las posibilidades de salir bien si es apoyado por una política gubernamental de precios para los productos de las industrias nacionalizadas que haga virtualmente imposible que obtengan algún beneficio.

            Debe admitirse que esta estrategia, ayudada por una sistemática y sucia campaña en contra de las industrias nacionalizadas, no ha dejado de tener algún efecto en el pensamiento socialista.

            La razón de esto no es un error en la inspiración original socialista ni tampoco algún defecto en el comportamiento de la industria nacionalizada (acusaciones de tal índole son insostenibles), sino una falta de visión por parte de los mismos socialistas. Estos no se recuperarán y la nacionalización no cumplirá con su función a menos que recobren su visión.

            Lo que aquí está en juego no es ni la economía ni el nivel de vida sino la cultura y la calidad de vida. La economía y el nivel de vida también pueden ser atendidos por un sistema capitalista, moderado por un poco de planificación y por un sistema impositivo que sea redistributivo. Por ahora, sin embargo, la cultura y, generalmente, la calidad de vida, sólo pueden ser disminuidas por tal sistema.

            Los socialistas debieran insistir en usar las industrias nacionalizadas, no simplemente para competir con los capitalistas en su propio terreno (un intento en el cual pueden o no tener éxito), sino para evolucionar hacia un sistema de administración industrial más democrático y digno, hacia un empleo más humano de la máquina y una utilización más inteligente de los frutos de la ingeniosidad y el esfuerzo humanos. Si pueden hacer esto, tienen el futuro en sus manos. Si no pueden, no tienen nada que ofrecer que sea digno del sudor de los hombres libres.

(*) E.F. Schumacher: Lo pequeño es hermoso, cap. XVII, El socialismo, pp. 219-224, ed. H. Blume, Madrid, 1982 [1º ed. inglesa 1973].