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PREÁMBULO
No busquemos el misterio del judío en su religión, sino busquemos el misterio de la religión en el judío real. ¿Cuál es el fundamento secular del judaísmo? La necesidad práctica, el interés egoísta. ¿Cuál es el culto secular practicado por el judío? La usura. ¿Cuál su dios secular? El dinero. Pues bien, la emancipación de la usura y del dinero, es decir, del judaísmo práctico, real, sería la autoemancipación de nuestra época. Una organización de la sociedad que acabase con las premisas de la usura y, por tanto, con la posibilidad de ésta, haría imposible el judío. Su conciencia religiosa se despejaría como un vapor turbio que flotara en la atmósfera real de la sociedad. Y, de otra parte, cuando el judío reconoce como nula esta su esencia práctica y labora por su anulación, labora, al amparo de su desarrollo anterior, por la emancipación humana pura y simple y se manifiesta en contra de la expresión práctica suprema de la autoenajenación humana. Nosotros reconocemos, pues, en el judaísmo un elemento antisocial presente de carácter general, que el desarrollo histórico en el que los judíos colaboran celosamente en este aspecto malo se ha encargado de exaltar hasta su apogeo actual, llegado el cual tiene que llegar a disolverse necesariamente. La emancipación de los judíos es, en última instancia, la emancipación de la humanidad del judaísmo.
(Karl Marx)
El colapso económico, político, institucional y moral desencadenado por el estallido de la llamada “burbuja financiera” invita a reflexionar a todas las personas, pero singularmente a aquellos ciudadanos que, en su fuero interno, se sientan éticamente comprometidos con el futuro de Europa como civilización. Urgen propuestas rigurosas que vinculen nuestro sentimiento del deber. Éstas reclaman, a su vez, los oportunos marcos asamblearios de debate y actuación. El presente manifiesto debe entenderse como un paso adelante en ese sentido.
¿Por qué una izquierda nacional? En política, lo nacional y lo social se han concebido hasta el día de hoy como ideas contrapuestas e incompatibles representadas por los llamados “partidos de la alternancia”. Se estaría forzado a elegir el uno o el otro, de manera que el «pueblo de la nación», ora bajo el concepto de pueblo (si triunfa la “derecha”), ora bajo el concepto de nación (si lo hace la “izquierda”), pierda siempre las elecciones. Semejante fraude debe ser denunciado. La nación y el pueblo no se oponen, sino que se identifican. Por un lado, toda política nacional debe ser necesariamente social; un patriotismo que aplasta a su propio pueblo (y ésta ha sido la eterna historia de la derecha) no merece el nombre de popular o nacional. Por otro lado, la política social es sólo una forma de contribuir a la dignificación de la nación; cuando lo social consiste en la negación de la nación (y ésta ha sido la eterna historia de la izquierda), entonces es al pueblo mismo al que se ataca y no puede seguir hablándose de socialismo. Del enérgico cuestionamiento de la impostura oligárquica que se esconde tras la falsa dicotomía entre lo nacional y lo social brota la joven idea de una izquierda patriótica: proyecto político que se compromete a promover los intereses morales y materiales de los trabajadores hispánicos en tanto que sustancia humana de una nación milenaria.
La izquierda nacional no se concibe a sí misma, empero, como una mera alternativa electoral, recetario de propuestas económicas más o menos socializantes e incluso como un régimen político de recambio. Será todas esas cosas, por supuesto, pero sólo porque pone su meta última en fijar un canon antropológico que, frente al individualismo burgués, permita superar el modelo anglosajón de society vigente y construir la comunidad nacional (Volksgemeinschaft). Tamaña mutación axiológica entraña que los valores hedonistas y eudemonistas, predominantes en el marco de la “sociedad de consumo”, se subordinen a otro valor fundamental, a saber, la verdad racional, condición de posibilidad de todas las conquistas históricas de occidente. La racionalidad fundada en la verdad representa así el principio ético supremo del que, según la izquierda nacional de los trabajadores, debe emanar la recuperación de la memoria histórica y la regeneración de la nación, rigiendo no sólo en la academia y la ciencia, sino en el resto de las instituciones públicas; también, pero aquí ya de forma libremente elegida, en la vida privada de las personas.
Valores son aquéllos postulados de orden moral que definen la identidad de un proyecto político. Los programas pueden y deben cambiar cada cuatro años. Las ideologías (estructura del Estado, modelo económico, marco comunitario, etc.) tienen también fecha de caducidad, aunque de dimensión secular. En cambio, los valores son constitutivos e irrenunciables. Es necesaria, en un movimiento de estas características, la producción de textos que reflejen y de órganos que amparen dichos principios ante las inevitables compulsiones oportunistas de la estrategia y la táctica. El manifiesto de un proyecto político de pretendidos alcances históricos debe así reflejar sus valores sin hacer concesiones al marketing electoral.
Conviene aclarar que cuando hablemos de la verdad racional como valor ético no nos referiremos a un contenido doctrinal concreto, sino a la pauta de conducta formal de la persona o grupo que acepta acatar en cada caso lo verdadero aunque entre en conflicto o perjudique sus intereses, inclinaciones, gustos, creencias u opiniones. Según el liberalismo, los valores son subjetivos y, por ende, relativos; el relativismo moral se convierte en el terreno abonado para que los conceptos-límite del mercado (individualismo, utilitarismo, hedonismo) se impongan de manera incontestable en nombre de una “libertad” que se reduce en el fondo al arbitrio abusivo de los grandes poderes económicos y financieros. Pero la verdad es un valor racional, quizá el único, y la doctrina liberal no puede rechazar esta evidencia sin pretender que las razones esgrimidas en su argumentación sean, ellas mismas, verdaderas. Entendemos, por tanto, que sólo desde una actitud humana básica, a saber, el respeto a la verdad racional como valor supremo, puede emprenderse el necesario proyecto de reconstrucción nacional, que deberá adoptar una postura estrictamente neutral en materia de creencia religiosa.
Nuestra idea de racionalidad, empero, es mucho más amplia y profunda de aquello que se entiende por “racionalidad” en las sociedades liberales. Nosotros no apelamos sólo a la razón, sino a la verdad como fin último. En nuestros días, cuando se habla de racionalidad, damos por supuesta la legitimidad de determinados valores de «sentido común»: la política, la ciencia o la técnica se colocan simplemente a su servicio. La razón, aquí, deviene mero instrumento: sólo nos indica los medios que debemos utilizar para hacer realidad unos fines irracionales ya prefijados. Pero los hombres pueden reflexionar sobre la legitimidad última de las escalas de valores que orientan la conducta social, sin perder por ello de vista las consecuencias que aquéllas tendrán para la nación, el entorno natural y los pueblos con que compartimos el planeta. La racionalidad que reivindicamos, pues, no es únicamente una racionalidad instrumental, relativa a los medios, sino también una racionalidad de los fines. La pregunta que cabe plantear a partir de esta idea es, entonces: ¿sobre qué valor puede construirse una sociedad verdaderamente democrática? Consideramos que ese principio último sólo puede ser la verdad racional.
La palabra «verdad» (ética), de esta manera formalmente definida por oposición a lo “verdadero» (ciencia), expresa: (a) un principio normativo, porque, como veremos, el simple respeto de una ética fundada en la verdad racional que prohibiera la mentira haría imposibles o dificultaría en extremo los fenómenos de descomposición social que se denuncian en el presente manifiesto; (b) un principio metodológico e interpretativo de los hechos que se exponen, es decir, el hilo conductor que nos permite recorrer escenarios aparentemente dispersos o inconexos y tomar decisiones políticas coherentes; (c) un objeto de análisis, porque la verdad, en occidente, trasciende el ámbito subjetivo de la ética y del conocimiento científico desde el cual se emplaza el investigador u observador; constituye una realidad objetiva de la cual dependen el resto de las formas sociales de vida, singularmente las instituciones políticas (democracia parlamentaria) y económicas (tecnociencia). De ahí que la defraudación de la verdad en la esfera privada, en forma de inflación utilitaria, con la publicidad como correlato discursivo de una hegemónica pauta de conducta mercantilista, se haya traducido en el deterioro grave de los ámbitos públicos de actuación.
El manifiesto fija las directrices para una crítica exhaustiva del liberalismo triunfante, expresión ideológica contemporánea de la sociedad capitalista burguesa que derrotó, en el siglo pasado, a sus adversarios comunistas y fascistas, imponiéndose así en todo el planeta como pensamiento único. Dicha crítica, ya lo hemos visto, se despliega desde una determinada posición de valores, a saber, la verdad racional, ilustrada y científica. Pero también el liberalismo se quiere a su vez fundamentado desde el punto de vista moral. Ahora bien, ¿cuáles son los valores de la sociedad burguesa que sustentan la doctrina liberal? Los propios filósofos cimeros del liberalismo se han expresado con diáfana claridad. Por ejemplo, el más representativo, Adam Smith: «Todas las instituciones de la sociedad (…) deben juzgarse únicamente según el grado en que tienden a promover la felicidad de quienes viven bajo su jurisdicción. Ésa es la única utilidad y el único fin.» Y Jeremy Bentham: «Puede afirmarse que el hombre es partidario del principio de utilidad cuando la aprobación (o desaprobación) que manifiesta frente a una acción o una medida está determinada por (y es proporcional a) la tendencia que ésta tiene a aumentar o disminuir la felicidad de la comunidad.» Será el mismo Bentham quien perfile todavía con mayor exactitud la elección moral básica del liberalismo al reconocer de forma explícita que cuando habla de felicidad se refiere concretamente al placer. Placer y dolor serían, en efecto, los amos soberanos del hombre pues “sólo ellos indican lo que debemos hacer y determinan lo que haremos” (J. Bentham). La crítica del liberalismo debe, por tanto, articularse en primerísimo lugar como crítica de los valores burgueses. Un cuestionamiento de la doctrina liberal que omita sus raíces axiológicas constituye un engaño que deja intacta la sustancia humana de la «sociedad de consumo» o sustituye una opción ideológica burguesa por otra de distinto empaque intelectual pero idéntico contenido moralexistencial.
La subordinación de los valores a la verdad racional no significa que se “niegue” la validez de otros valores cotidianos o cosa por el estilo. Cuestionamos que en el ámbito político y administrativo público, los intereses de los individuos, de los grupos e incluso de la society mercantil, se conviertan en coartadas para negar la realidad o mentir a los ciudadanos, es decir, para manipular a la comunidad nacional, sujeto único de la soberanía; y recházase también que la educación pública fomente otros valores prioritarios que los valores comunes posibilitadores de la convivencia civilizada, a saber, los valores racionales y, por tanto, la verdad. Pero la «felicidad» (cualquiera que sea el significado de esta palabra) continúa siendo un valor si el individuo así lo prefiere, aunque no, desde luego, el «valor supremo», el fin último o el criterio inapelable de las decisiones políticas. La auténtica izquierda nacional abandona de buen grado al ámbito privado las opciones de valores subjetivas, estéticas y doctrinales, incluidas las “creencias religiosas”, siempre que no entren en conflicto con los legítimos intereses racionales del Estado.
Frente a esta postura, el liberalismo, en primer lugar, ha convertido los valores burgueses en un contenido axiológico de obligado cumplimiento, cuyas plasmaciones históricas son la «sociedad de consumo», es decir, el “paraíso” o “reino de Dios” secularizado -y con él la compulsión económica y social a adquirir mercancías (“ser felices”)-; en segundo lugar, ha impuesto por ley el «antifascismo», religión cívica mundial que eleva el Holocausto a la categoría de infierno organizado, negación del “progreso” y envés “reaccionario” del paraíso artificial del mercado. Pero ignora o banaliza, hasta hacerlos desaparecer del relato histórico oficial, el exterminio masivo de cientos de millones de personas en el altar de los valores e ideas modernas: unos en el gulag y la cheka comunista, otros como consecuencia de la hambruna provocada por el saqueo despiadado y sin límites que sufre el Tercer Mundo a manos del capitalismo financiero, y todavía otros como consecuencia de planes de exterminio perpetrados contra los vencidos y hasta contra pueblos ajenos al conflicto durante y después de la Segunda Guerra Mundial. Este contexto irracional, que trata de legitimar como algo “no comparable” al Holocausto dichos crímenes brutales, explica la caza de brujas que caracteriza el creciente ejercicio inquisitorial de lo «políticamente correcto». Trátase no sólo de un tema político, sino de una honda directriz sometedora que gira en torno a los valores y pretende imponer a los ciudadanos, mediante la propaganda y la coacción legal, la respuesta a la cuestión siempre más importante para las personas, a saber: el sentido de la existencia humana.
La evidencia de que la clase política dirigente actual, responsable última del crack de 2008, no pretende enmendarse, sino sólo adherir parches superficiales a profundísimas fisuras morales que penetran en los fundamentos mismos del sistema capitalista y que, por este motivo, requerirían en realidad cambios estructurales en nuestro modo de vida, plantea la exigencia de una ruptura con el actual modelo de régimen político hacia una mayor democratización, participación ciudadana y transparencia de las administraciones públicas. La implementación de este auténtico “impulso democrático” no puede limitarse, empero, a meras medidas legislativas, sino que reclama un compromiso personal que sólo puede provenir de un movimiento político inspirado por la pasión ética y, más concretamente, por el amor a la verdad. Los miembros y, singularmente, los dirigentes de la izquierda nacional, habrán de experimentar una conversión de valores que los perfile como referentes morales ante la comunidad del pueblo. Y el valor central de esa mutación espiritual deberá ser la veracidad o, lo que es lo mismo, la prohibición taxativa de la mentira y de la manipulación informativa. La palabra “izquierda nacional”, antes que un “partido”, mienta primordialmente el proyecto del movimiento que hará suya esta exigencia y la llevará a la práctica más allá de las declaraciones verbales; que aplicará el principio asambleario en su estructura organizativa, garantizando por ley la efectividad disciplinaria de un código deontológico. Éste puede y debe llegar a afectar al político defraudador aunque se trate del mismísimo dirigente de la izquierda nacional.
Hemos de ser conscientes, en este sentido, de que la mera alternancia electoral derechaizquierda no va a traer como tal nada nuevo. El propio modelo burgués de “partido”, en cuanto presunto mecanismo institucional de recodificación de la soberanía popular en términos de decisiones políticas concretas, está agotado y sólo sirve, y ha servido siempre, a las oligarquías que lo financian y sostienen. La gravedad de la coyuntura reclama una refundación moral de las instituciones que vaya más allá de las palabras grandilocuentes y concrete las medidas de todo tipo susceptibles de atajar la corrupción del estamento político, cuyos representantes actuales, sin excepción, deberán abandonar la vida pública en su totalidad. Actuar de forma responsable significa, dicho brevemente, analizar la crisis en todas sus dimensiones, además de la económica, detectar sus hondas causas y acuñar posibles alternativas.
Ningún programa partidista a cuatro años vista será capaz por sí sólo de afrontar unas contradicciones que afectan a lo más granado del ideario liberal de oriundez anglosajona y, singularmente, norteamericana (american way of life) vigente en Europa. En consecuencia, los europeos debemos arriesgarnos a navegar hacia mares desconocidos como antaño lo hicieran nuestros valientes antepasados, siendo así que pronto, muy pronto, ya nada tendremos que perder. Las circunstancias nos fuerzan a dar por muerto y finiquitado el proyecto de una sociedad individualista, materialista y relativista de consumo que ha puesto en evidencia su fracaso integral y que, en estos momentos, amenaza seriamente con demoler los genuinos pilares, milenarios y profundísimos, de la civilización europeooccidental. Conviene empezar a caminar por la senda de un proyecto político hacia un nuevo concepto de desarrollo moral, cultural y espiritual de la sociedad desligado del dinero, pero vacunado al mismo tiempo de las habituales fantasías que nutren las utopías humanistas. La respuesta a este enigma es la verdad como principio ético e institución científica de la tecnología.
En un contexto dramático, bajo el impacto de la inmigración masiva y descontrolada de las últimas décadas, con centenares de miles de familias sin trabajo, el inminente colapso ecológico (cambio climático global), los cotidianos escándalos de corrupción política, acompañados de intentos de secesión y disolución de la nación hispánica, que se añaden a la amenaza del terrorismo exterior o interior, no parece descabellado afirmar que es necesario movilizar a la ciudadanía. Por este motivo, un grupo de trabajadores patriotas hemos decidido redactar y hacer público el presente manifiesto, que se ha concebido partiendo de los postulados axiológicos o de valores expuestos hasta aquí.
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MANIFIESTO
El judaísmo alcanza su plenitud con la sociedad burguesa, pero la sociedad burguesa sólo llega a su plenitud en el mundo cristiano. Sólo bajo el dominio del cristianismo, que convierte en relaciones puramente externas al hombre todas las relaciones nacionales, naturales, morales y teóricas, podía la sociedad burguesa separarse totalmente de la vida del Estado, desgarrar todos los vínculos genéricos del hombre, suplantar esos vínculos genéricos por el egoísmo, por la necesidad egoísta, disolver el mundo de los hombres en el mundo de los individuos atomizados que se enfrentan los unos contra los otros hostilmente. El cristianismo ha surgido del judaísmo. Y ha vuelto a disolverse en él. El cristiano era desde el principio el judío teorizante; el judío es por ello el cristiano práctico y el cristiano práctico se ha vuelto de nuevo judío.
(Karl Marx)
La Izquierda Nacional de los Trabajadores (INTRA) ha de ser capaz de salvaguardar, al mismo tiempo: 1/ la integridad de la unidad nacional en el marco del Estado; 2/ los derechos sociales adquiridos por los trabajadores a lo largo de décadas de lucha sindical y política; 3/ el Estado democrático de derecho, es decir, el imperio de la ley como procedimiento formal irrenunciable de gobierno.
Debe, empero, ir mucho más allá.
La supervivencia de la nación y de su paisaje, la preservación de la dignidad de los trabajadores y de su idiosincrasia como pueblo, realidades puestas en jaque por la erosión combinada de la descomposición político-moral del estado y el dogma del mercado mundial, representan sólo los puntos de partida para una transformación más radical, una auténtica respuesta integral al liberalismo capitalista burgués en la cual pretendemos abordar determinadas cuestiones axiológicas de fondo, con las miras puestas en un modelo comunitario de convivencia de nuevo cuño que deje atrás tanto la sociedad individualista basada en el contrato cuanto la comunidad religiosa tradicional.
La crisis como quiebra existencial de los valores burgueses
La evidencia del cortocircuito sistémico es un hecho incontrovertible que la clase política no puede ya ocultar a sus conciudadanos. Sin embargo, lo que sí les oculta son las auténticas dimensiones de la crisis y sus nulas perspectivas de recuperación a medio y largo plazo. Aunque en los próximos años se produzca algún repunte económico, el sueño del desarrollismo y del consumismo sin límites está herido de muerte. Los políticos nos engañan conscientemente cuando intentan hacernos creer que, en breve, todo volverá a ser como antes, es decir, una interminable orgía de derroche consumista.
El mundo irreal de la burbuja financiera ha desaparecido para siempre, de hecho nunca existió excepto como “ficción crediticia” generadora de deuda y, por ende, de futuras prerrogativas para la alta finanza, que en ese mismo momento pugnaba por encaramarse en el poder. Nuestros ridículos politicastros mienten cada vez que abren la boca a fin de no alarmar a la ciudadanía con el proceso de pauperización masiva que se avecina. La realidad es que entramos en la fase terminal del “estado social y democrático de derecho”. Para Europa, este proceso se va a traducir en un desmantelamiento del modelo pactista de «bienestar» –sin renunciar, empero, a su retórica- y en una regresión social generalizada que castigará a las clases trabajadoras, aumentando las diferencias entre ricos y pobres hasta extremos que sólo el pueblo, con su acción político-sindical de defensa organizada, decidirá hasta dónde consiente que lleguen.
Este panorama puede que se antoje poco “optimista”, pero es realista y quienes hayan aprendido la lección del pasado deberán empezar a reflexionar si, en lugar de una “sociedad de consumo” basada en la manipulación publicitaria comercial, cultural y política (marketing), aquello que en realidad valoran, como personas, trabajadores y ciudadanos, es una auténtica democracia social cuyos niveles materiales de vida, siendo suficientes, no comporten la pérdida de la dimensión existencial nacional, el envenenamiento del ecosistema, la inoperancia de la educación pública, la debacle de la institución familiar, la mercantilización de la cultura y, en general, el ocaso de aquéllos valores que hacen de la existencia humana una vida merecedora de ser vivida.
Los trabajadores luchamos, pues, por unas condiciones sociales irrenunciables, pero, ante todo, por nuestra dignidad como depositarios de la soberanía nacional. En calidad de sujeto del poder constituyente, el pueblo de la nación no puede ser engañado sin que el perpetrador incurra en crimen de traición. De ahí que reclamemos tanto un nuevo modelo de Estado de derecho donde la división de poderes sea real y no ficticia, cuanto, y en consecuencia, una política basada en la verdad que deje atrás décadas de fraude y opacidad informativa descarada por parte de los políticos profesionales culpables del desastre.
La crisis, además de económica, es, efectivamente, una crisis política que afecta a la credibilidad de las instituciones “democráticas” y al modelo burgués de convivencia en general, o sea, a la society mercantil. El abstencionismo electoral crece y es el único “partido” que gana las elecciones. En medio del campo de ruinas y devastación de unas organizaciones partidistas tradicionales en las que ya nadie confía, proliferan como hongos de la política los oportunistas, los demagogos y los iluminados ultraderechistas, en algunos casos auténticos analfabetos funcionales que sólo intentan pescar en río revuelto. Parece llegada la hora de vender fórmulas milagrosas a las masas desesperadas, pero no otro es el caldo de cultivo de las tiranías históricamente conocidas.
Las promesas de felicidad constante y asegurada mediante el consumismo masivo no sólo han generado nuestros actuales problemas de colapso económico, institucional y moral, sino que amenazan con provocar otros más graves todavía. El retorno de la extrema derecha (que ahora tiene la desvergüenza de reivindicar los derechos de las mujeres y hasta la minifalda frente al sexismo galopante de la ley islámica) es quizá ostensible, pero no el único problema añadido. La inmigración musulmana representa la cabeza de puente de una operación de aculturación a largo plazo enderezada a la pura y simple desaparición de Europa como forma de vida de matriz grecorromana, es decir: como cultura racional, ilustrada y democrática. Mas no se combate un integrismo reaccionario con otro, como la ultraderecha católica pretende. Antes bien, islam e integrismo cristiano (o judío) constituyen elementos equivalentes dentro del mismo proceso de regresión histórica hacia un neo-obscurantismo de características obscenamente reaccionarias.
Las raíces axiológicas de la corrupción política
Para la mayoría de los ciudadanos, a saber, los trabajadores que configuran el núcleo demográfico y moral de la nación, la clase política actual está formada por una camarilla endogámica de vividores sin escrúpulos. Corruptos, incompetentes y criminales nutren tamaña casta abyecta. Ésta sirve a los intereses de los grandes capitales que la financian y ha bloqueado, en el seno de sus respectivos partidos, los mecanismos de control popular, impidiendo que las bases ejerzan la fiscalización de los cargos a la que tendrían derecho. Sobre este supuesto oligárquico, existente de facto pero nunca reconocido (porque pondría en evidencia la oculta clave de bóveda del sistema, a saber, el control y la distorsión alevosa de la información), propágase como un cáncer la corrupción en el seno de los partidos, los sindicatos, los ayuntamientos y en el resto de las instituciones públicas, que incluyen los parlamentos y gobiernos estatales, locales o autonómicos.
Son éstos hechos ya reconocidos por los ciudadanos, al menos de manera difusa; pero aquello que no se acostumbra a captar con la deseable claridad es que existe una relación necesaria entre la delincuencia política y el sistema de valores imperante en nuestra vida cotidiana, es decir, en el seno de la sociedad burguesa. No nos debe sorprender, en suma, que los políticos utilicen su poder para enriquecerse a la menor ocasión: preguntémonos en nombre de qué otros valores deberían dejar de hacerlo cuando una mayoría de ciudadanos no lo considera tan grave y actuaría del mismo modo a la menor oportunidad. Que todo esto –la moral burguesa del beneficio- tenga que ver con la actual crisis y demolición de las instituciones de protección social es algo que todavía no ha sido realmente interiorizado por los principales afectados, los obreros y empleados, que aceptan como propios los valores capitalistas desde hace décadas y no perciben que justamente ahora van a pagar las consecuencias de esta conformidad cómplice.
La crisis representa ante todo, por tanto, la quiebra existencial del tipo humano burgués; una figura que nos resulta harto familiar, pero cuyos frutos envenenados empezamos a conocer sólo después de décadas de excesos y fechorías sin límite, que incluyen el genocidio. Aparentemente inocuas, tales pautas de conducta egoístas se muestran en la actualidad como tóxicos morales de efectos lentos e irreversibles para instituciones básicas como la familia (caída en picado de las tasas de natalidad, 50% de divorcios), la educación (fracaso escolar masivo), la “libertad de prensa” (presunta guardiana de la verdad que miente ya con todo descaro) y el trabajo (absentismo, paro, improductividad). Los políticos son, empero, quienes han dado el ejemplo social por antonomasia con la más torticera hipocresía y cinismo a la hora de aprovecharse de las instituciones. El pueblo ha consentido a los malhechores esperando participar del saqueo a la primera ocasión (“quien no se aproveche del cargo es tonto”). El inversor, el verdadero dueño de la situación, representa precisamente la figura de alguien que no produce nada, de un rentista, de un parásito…, no obstante lo cual flagela a la sociedad con el látigo de la competitividad, el “rigor” presupuestario y la ética del trabajo. En medio de la debacle hedonista, todos sueñan con ser o llegar a rentistas, el trabajo ya no es una profesión, una vocación, un deber moral y un compromiso social, sino una plaga, en el mejor de los casos el mal necesario que abre la vía de acceso al consumo. La crisis concierne así, no sólo a los mercados financieros o hipotecarios, sino a nuestra manera de entender la vida.
Existen, en efecto, además de la corrupción política, otras lacras derivadas del modelo burgués predominante a escala social. El fracaso del sistema democrático, la falta de transparencia institucional, la incompetencia escandalosa, la devastación ecológica del planeta, la regresión cultural fundamentalista-religiosa, el colapso educativo, etc., son algunas de ellas, como veremos. Ahora bien, aquello que interesa subrayar aquí en este momento es que todas las situaciones y pautas de conducta mencionadas implican en el acto de su comisión la mentira, el engaño, la manipulación y la opacidad informativa, es decir, la negación de la verdad racional. Porque la verdad, en el sistema liberal, termina siempre subordinada a los intereses del “hombre”, en realidad, al “sujeto del capital” accionado por el mecanismo irracional de la acumulación infinita, en pos de no se sabe qué “paraíso social”, culminación del “progreso” y “final de la historia”. Sin embargo, para una sociedad basada en la tecnología y, por ende, en la ciencia; sustentada, asimismo, en un sistema político que, coherentemente con lo anterior, debe ser democrático a fin de que la información veraz con carácter vinculante pueda circular sin obstáculos allí donde la administración pública pretenda operar de forma eficaz, la subordinación de la verdad al «deseo», es decir, a las pulsiones del “beneficio” y del “bienestar”, sólo podía provocar el cortocircuito funcional sistémico, como efectivamente ha sucedido.
De la corrupción a la incompetencia
Los ciudadanos conscientes y decentes cuentan en teoría con la posibilidad de fundar partidos políticos para dirigirse al conjunto de la sociedad e incluso enfrentarse abiertamente a la actual clase política, pero la realidad es muy distinta de la proclamada en los textos legales: el sistema ya tiene dispuestas las correspondientes válvulas de seguridad a fin de evitar que “la política” se les vaya de las manos a los poderes financieros y a los oligopolios que realmente ejercen la dominación. La repercusión electoral de las siglas de un partido depende, en efecto, de la presencia del mismo en los medios de comunicación, la cual, a su vez, responde a los intereses económicos de las grandes empresas periodísticas. Son las televisiones, las radios y los diarios o prensa escrita en general, los que deciden qué opciones políticas cuentan o no cuentan, y cómo, ante la opinión pública que habrá de dirimir el voto. De manera que la financiación bancaria de las organizaciones y su dependencia de compañías privadas de publicidad o de comunicación, hace imposible que un proyecto político contrario a los poderes oligárquicos pueda desarrollarse, si no es con graves dificultades, en el actual marco pseudo democrático. Una vez más, vemos que es la mentira la que se yergue como factor determinante. La información ha sido colonizada por el dinero.
Nuestras “democracias” son una estafa y todos los sabemos; constituyen en realidad redes mafiosas plutocráticas que compran a los partidos políticos parlamentarios para que representen a los intereses del gran capital (bancos, entidades de crédito y fondos de pensiones, multinacionales, grandes compañías energéticas, etc.) y sustenten los dogmas neoliberales intangibles de las instituciones financieras (el estrato capitalista hegemónico). Los oligarcas promueven a los políticos profesionales al amparo de sus empresas mediáticas y les financian con sus bancos a cambio de obediencia lacayuna. No sólo prostituyen la información poniéndola al servicio de la ya mencionada opacidad estructural, sino que sus televisiones contribuyen decisivamente a que los políticos corruptos se instalen en las instituciones públicas y las utilicen para negocios privados. El “cuarto poder” ha sido también domesticado por la mafia usurera.
El denominado “sistema liberal” no quiere la participación ciudadana, que implica una fiscalización de las actividades defraudadoras: al contrario, la impide y disuade; reclama sólo, cada cuatro años, el voto de una masa manipulada. El recurrente e impúdico secuestro oligárquico de la soberanía popular resume la realidad del actual aparato político de dominación pública a escala planetaria. La ineptitud política generalizada es la consecuencia de un sistema social basado en el imperio de la alta finanza, en la manipulación de los medios de comunicación y en la traición sistemática a los intereses de la mayoría social-nacional en provecho de una minoría oligárquica ayuna de pueblo y patria. No es que existan políticos corruptos, es que el “sistema liberal de mercado” se basa todo él en la corrupción y expulsa fuera de sí a los políticos o funcionarios honestos y competentes que se nieguen a mentir. La corrupción sólo es posible como efecto querido del silencio cobarde, consentidor y embustero del grueso de la casta política. Ésta, aunque en su gran mayoría no viole ninguna ley según los parámetros normativos que ella misma ha establecido, se beneficia de unos privilegios que, en una democracia real y fundada en el imperio de la razón, deberían ser tenidos por inmorales y fulminantemente abolidos.
El problema moral de la verdad constituye el hilo conductor para la comprensión de la crisis de 2008, pues otro tanto cabe afirmar respecto de la excelencia y la capacidad: al primar la fidelidad a los poderes fácticos, es decir, la cínica disposición a la mendacidad en la promoción de los políticos, de los gestores públicos y de los funcionarios, son auténticos buscavidas incompetentes quienes terminan controlando las palancas del poder. Se trata de una selección en negativo que sólo permite a los «peores» (intelectual y moralmente hablando) alcanzar la cima del entramado partidocrático y administrativo. Pero, a la larga, un país moderno construido sobre tales mecanismos podridos no puede funcionar. Los escándalos que, a pesar de la vergonzante complicidad política de las fiscalías y de los jueces, estallan regularmente, han evidenciado la bajeza moral, pero también la incapacidad profesional y la ridícula ineficiencia de la entera élite gobernante. Tales inepcias no son un azar fruto de la natural limitación humana, sino la consecuencia necesaria de la institucionalización consciente y deliberada de la mentira como pauta de conducta habitual y, con ella, de la falta de objetividad y neutralidad, de la escandalosa ignorancia, de la picaresca con el dinero público, de la impericia que conlleva promover a “recomendados”, en suma, del sometimiento de lo válido, veraz y ética o legalmente debido, a los intereses del individuo o grupo que en cada caso se lucra u obtiene más poder y prestigio con la decisión fraudulenta.
La crisis afecta a los pilares del régimen, porque los ciudadanos han empezado a entender que las fechorías que desencadenaron el alud de la bancarrota económica son las mismas que caracterizan a los políticos de todos los partidos, quienes las toleraron y se beneficiaron de ellas de forma directa o indirecta. Por este motivo, después de la alternativa en el sentido ideológico, será necesario explicarle a la gente qué nuevo modelo de organización y funcionamiento político se va a instituir para impedir que, en el futuro, repítanse en el seno de la nueva izquierda nacional las prácticas que han definido en el pasado a varias generaciones de profesionales de la política. La respuesta a dicha cuestión son las asambleas de ciudadanos, vecinos y trabajadores, que han de operar como contrapeso institucional a los parlamentos, plenos municipales, sindicatos, partidos o entidades ejecutivas análogas.
Además de una crisis monetaria y estadual, la de 2008, y esto casi puede palparse en el espesor del ambiente fétido de nuestros días, es una crisis de valores, una crisis moral de la society que corroe todas sus instituciones, sin excepción. La pauta utilitarista de conducta se ha extendido a la sociedad desde la política entendida como «maquiavelismo», pero su punto de partida en occidente es la matriz cultural de una determinada concepción religiosa judeo-cristiana que experimenta la relación con lo sagrado (las cuestiones últimas de la existencia) como un mero contrato mercantil: «El dinero es el celoso Dios de Israel, ante el que no puede legítimamente prevalecer ningún otro Dios. El dinero humilla a todos los dioses del hombre y los convierte en mercancía. El dinero es el valor general de todas las cosas, constituido en sí mismo. Ha despojado, por tanto, de su valor peculiar al mundo entero, tanto al mundo de los hombres como al de la naturaleza. El dinero es la esencia del trabajo y de la existencia del hombre enajenada de éste, y esta esencia extraña lo domina y es adorada por él. El Dios de los judíos se ha secularizado, se ha convertido en Dios universal. La letra de cambio es el Dios real del judío. Su Dios es solamente la letra de cambio ilusoria (…) El egoísmo cristiano de la bienaventuranza se trueca necesariamente, en su práctica ya acabada, en el egoísmo corpóreo del judío, la necesidad celestial en la terrenal, el subjetivismo en la utilidad propia» (Karl Marx). Lo humano mismo ha devenido negocio: la ciencia, la política, la fe, la profesión, la amistad y hasta el matrimonio resultan contaminados a la postre por la mentalidad comercial, por el punto de vista del lucro, del cálculo, de la ganancia… Cualquier cosa, persona o actividad, para ser considerada importante o digna de consideración, habrá de rendir alguna clase de beneficio (dividendos, instrumentos de poder, orgasmos, diversión o salvación del alma) al “sujeto del capital”, verdadera máquina succionante de bienes. La verdad por la verdad misma carece de sentido en el contexto del modelo de vida burgués, a pesar de que la sociedad moderna depende objetivamente del respeto a dicho principio.
La reflexión sobre la crisis debe llegar así hasta las últimas consecuencias y cuestionar el tipo humano que la burguesía liberal capitalista ha convertido en pilar de nuestro actual sistema económico y social. Es este “paradigma antropológico” el que nos ha llevado al callejón sin salida en el que nos encontramos como civilización. Se trata de alguien preocupado exclusivamente por su «felicidad» privada y que concibe la existencia en términos de utilidad y bienestar individuales, sin otro horizonte histórico ante sí que la proliferación de propiedades, placeres, signos de estatus y ventajas. Más profunda y determinante incluso que el modelo de socialización burgués es una opción existencial hedonista de raíces irracionales que coloca a dicho «sujeto del capital» y a sus necesidades materiales o simbólicas en el centro del ser, que emboza la verdad de la existencia en aras de visiones utópicas seculares de abundancia, ora individual, ora colectiva; que, en definitiva, destruye el sentido del rigor en la vida humana y zambúllese en esa fiesta permanente que quiere ser la “sociedad de consumo”. La bacanal sólo admite como “alternativa” al materialismo económico ese otro materialismo complementario de la salvación del alma, garantía eterna de disfrute eterno en un “más allá”. Pero aquél que miente en lo fundamental, mentirá en todo lo demás. La sociedad burguesa no es más que una cadena de autoengaños que comienza en la decisión originaria de subordinar la verdad al bienestar subjetivo (el “acto de fe”) y culmina en la denominada “magia de los mercados” de la ideología bursátil, meollo antropológico del actual colapso económico.
De la incompetencia a la criminalidad
Son también valores burgueses los que han inspirado y legitimado el genocidio al que se hallan irremisiblemente vinculados tanto el liberalismo “de derechas” como la izquierda comunista tradicional. Los peores crímenes que la historia humana registra fueron aquéllos que se perpetraron en nombre de la «felicidad del mayor número» y a la sombra del colonialismo europeo, el imperialismo angloamericano y el totalitarismo bolchevique. Tales han sido las causas “humanistas” de los crímenes de la izquierda radical (y de sus cómplices) que aquí rechazamos y que nos compelen a fundar una nueva izquierda y no sólo una izquierda nacional. Esta izquierda, la nuestra, contempla con horror la masacre impune y debe reflexionar sobre sus causas y motivaciones. ¿Por qué el maoísmo (responsable de 65 millones de víctimas), el estalinismo, Dresde o Hiroshima no han sido nunca juzgados? ¿Cómo pudieron aliarse los EEUU (capitalista) y la URSS (comunista) en la Segunda Guerra Mundial? La palabra “mentira”, la manipulación de la historia, se escribe aquí con letras de sangre. Pero la respuesta a esta pregunta es una vez más la siguiente: entre el comunismo, que la clase política actual condena pero sólo, por razones obvias, de forma harto tímida, y el capitalismo liberal, existe un secreto hilo de conexión, un “tesoro” compartido, a saber: los valores escatológicos irracionales de la “felicidad” y del “bienestar”.
El individualismo neoliberal es únicamente otra variante de una visión del mundo antropocéntrica que preserva celosamente los principios morales procedentes del bagaje religioso judeo-cristiano secularizado, tronco común de la casi totalidad de las doctrinas políticas modernas. La idea liberal de «mercado mundial» en cuanto “final de la historia” representa así el sustituto derechista de la profecía izquierdizante de la utopía terrestre como ésta fuera a la sazón la secularización de un mesianismo religioso cristiano (el “reino de Dios”) oriundo, en última instancia, del antiguo Israel. Varias ideologías (comunismo, liberalismo, socialdemocracia, sionismo) compitieron por el poder con el fascismo en el siglo XX, pero un solo proyecto las sustentaba: el que fija como sentido de la historia la realización de una sociedad donde todas las “contradicciones” y “cosas desagradables”, incluida la muerte, hayan sido “abolidas” y reine una “felicidad» rutilante, como la de los cuentos de hadas. Semejante ficción infantil o mito según el cual todos las males del universo quedaran algún día superados por el “progreso”, autoriza siempre a mentir y a asesinar en nombre de un “bien absoluto” tan obligatorio e incontestable como irracional -¿quién podría “oponerse” a dicho “ideal” fabuloso?-, dibujando a la par en su engañosa propaganda la imagen de un “paraíso” generalizado para el “mayor número”. Tal demagogia en gran escala es la fuente simbólica legitimadora de todos los despotismos, pero también la patraña que alimenta cualquier variante doctrinal de la política contemporánea.
La engañosa quimera se ha traducido, sin embargo, y no por casualidad, en su contraria, a saber: en la devastación ecológica del planeta; en la esterilización galopante (totalitaria o mercantil) del arte, del pensamiento y de la ciencia; en la liquidación física asesina de segmentos enteros de las sociedades premodernas (comunismo); en la esclavización, abierta o solapada, de una parte de la humanidad precapitalista en beneficio de la minoría metropolitana (colonialismo y neocolonialismo); en el genocidio impune (Hiroshima, Dresde, Kolymá, Palestina); en descaradas agresiones militares basadas en la mentira consciente (supuestas armas de destrucción masiva iraquíes); en el asesinato legal de los no nacidos (aborto); en la expulsión, extinción o desvertebración moral de los pueblos y su suplantación migratoria (ingeniería demográfica y cultural); en la manipulación de la historia; en la subordinación de cualesquiera criterios morales, culturales y políticos a las exigencias de «crecimiento económico», desarrollo cuantitativo y consumismo; todo ello justificado por la incontestable “utopía” soteriológica del “progreso”, verdadero motor ideológico del incremento constante del capital en cualesquiera de sus versiones (calvinista, colonialista, capitalista, comunista, sionista, neoliberal) conocidas hasta el día de hoy.
Rama anarquista del moderno «hedonismo pueril» ha sido la subcultura de la transgresión basada en el consumo de drogas, quizá la forma más desesperada y nítida de la masiva huída atea ante la verdad. Todavía hoy, la utopía libertaria complementa el individualismo liberal burgués en el mundo del lumpen proletariado y nutre unas cárceles en perpetua expansión con legiones de desgraciados drogodependientes, es decir, de individuos sometidos a los efectos de diversas substancias químicas idiotizantes que anticipan ad hoc las sensaciones placenteras asociadas a la imagen del “paraíso”; mito mil veces prometido pero nunca realizado por sacerdotes, «intelectuales» y políticos, quienes explotan la difusión de esta auténtica narración tribal de occidente siendo perfectamente conscientes de sus consecuencias nocivas y hasta destructivas para la formación ética de la juventud. La doctrina hedonista penetra como «alegre esperanza» y «amor» (mientras los bombarderos arrasan Bagdad) todas las manifestaciones culturales de la putrefacta sociedad burguesa. La droga esboza la caricatura del sistema de valores vigente, su realización no aplazada y urgente, su reductio ad absurdum, y sólo por ello, a saber, porque su propia lógica expresa la más profunda y devastadora necesidad, que no podría ser detenida de otro modo que con la prohibición. La verdad coherente y autodisolvente de la “sociedad de consumo” y de los proyectos escatológicos religiosos que históricamente la precedieron, ha tenido así que ser acotada penalmente por las autoridades, a la par que convertida en un suculento negocio ilegal, estéticamente “transgresivo” y factor de regulación social para los grupos oligárquicos que la satelizan.
Otro tanto cabe afirmar respecto de la sexualidad. La transgresión sexual promovida por la vieja izquierda radical ácrata con fines políticos de desvertebración social e institucional se ha traducido en el desarrollo comercial de fenómenos como la pornografía, la pederastia, el turismo sexual y la prostitución infantil. La dinámica interna del relativismo hedonista había tarde o temprano de conducir a la peligrosa generalización de este tipo de prácticas, exoneradas por presuntos teóricos y doctrinarios del ideal liberal-libertario, es decir, de las diferentes gradaciones o fórmulas filosóficas del individualismo. La satisfacción del deseo o el éxtasis sin límites resume su propuesta, harto funcional para un «sujeto del capital» entregado a la renovación constante de objetos de consumo que se lanzan al mercado espiritualmente envueltos en la «ilusión» de la estúpida ideología burguesa moderna de la “felicidad”. Una vez más, observamos que los valores de bienestar, felicidad, placer, etc., y la negativa liberacionista a «reprimir” los impulsos, el cuestionamiento de las normas en cuanto tales, en suma, la supresión de todo aquello que pueda frustrar las pulsiones del “sujeto del capital”, nos muestran la monstruosa faz del real antiprogreso “moderno”, que avanza, sí, pero hacia el retorno del hombre prehistórico. La pregunta es, ¿hasta dónde aceptaremos de buen grado descender por esta pendiente de humana descomposición? ¿Puede sostenerse a largo plazo una civilización que no respeta ningún principio ético excepto el carácter intocable de las apetencias individuales del consumidor convenientemente comercializadas? Y ante el patente desmoronamiento de las instituciones, ¿será la única alternativa una regresión integrista religiosa que no sólo ha acampado ya a las puertas de occidente (islam), sino que la propia oligarquía sueña emprender (ortodoxia judía, integrismos cristianos) por su propia cuenta una vez fracasadas las mitologías felicitarias seculares?
La primera obligación de una alternativa política a la crisis es explicar que esta concepción del mundo entraña una criminal impostura; que el mercado y su compulsión al consumo no puede erigirse en criterio último de las decisiones políticas, porque pisotear sistemáticamente los principios morales y los intereses de las instituciones sociales fundamentales tiene también, a la larga, consecuencias corrosivas nada desdeñables; que el ciudadano de una sociedad civilizada no puede concebirse a sí mismo como un perpetuo adolescente obnubilado por sus “deseos”; que la libertad no consiste en hacer lo que a uno le venga en gana en cada momento “respetando el derecho de los demás” a… lo mismo; que el planeta no soportará la liquidación de los recursos naturales disponibles al ritmo que la sociedad burguesa los malgasta; que es necesario, en definitiva, fijar límites jurídicos, éticos, políticos y económicos de carácter racional a la dilapidación de riqueza material por parte de la «sociedad de consumo». La escasez es la determinación en virtud de la cual la realidad, la verdad, se presenta hoy en el mundo de la economía en forma de aquel aguijón que hiciera estallar en su día la burbuja financiera. Pero con ésta explota también la burbuja mental de la sociedad espectacular, esa placenta virtual cuya pantalla poblada de ficciones nos protegía frente al mundo real y las barreras insoslayables impuestas a la “pulsión deseante”, resorte psíquico de la maquinaria mercantil.
Por tanto, es menester, en primer lugar, institucionalizar un canon de existencia humana auténtica, un entramado de normas racionales infranqueables fundamentadas en la verdad de la muerte; en otras palabras, necesitamos urgentemente un modelo educativo público anclado en valores morales laicos vinculantes, siendo así que aceptar la idea de una society planetaria acuñada en el molde del paraíso consumista (el mercado mundial) heredado de la religión, constituye un sueño infantil de la propaganda neoliberal que puede costarnos muy caro como especie. Ya fuimos, los trabajadores, estafados por el comunismo, ¿lo seremos ahora por el neoliberalismo? Este escenario sería todavía más ridículo, si cabe. Ha llegado la hora de la verdad y tiene que haber políticos dispuestos a decir la verdad. La cultura del espectáculo y los mitos publicitarios correspondientes tocan a su fin. La sinceridad deviene presupuesto y principio supremo de toda acción cívica honesta. La verdad en tanto que pauta de conducta lógica y fundamentada es el valor racional supremo y fija los pilares ilustrados de una cultura ética de las instituciones públicas de espaldas a la cual los efectos destructivos de la crisis no dejarán de propagarse y ahondarse. Una exigencia de objetividad radical reclama poner coto, de forma inmediata, al desarrollismo y a la devastación ecológico-cultural, étnica y moral de la tierra.
Ahora bien, los trabajadores no debemos consentir que el desmantelamiento de la “sociedad de consumo” y el descrédito de su caprichosa narrativa profética arrastren consigo los avances del estado social y democrático de derecho que tanta sangre costó conquistar a nuestros padres y abuelos: se trata de conceptos muy diferentes. Para nosotros trabajadores, nuestro deber consiste en liquidar un modelo de sociedad basado en el saqueo capitalista del mundo, en el hambre de los países “pobres” (=saqueados), en la destrucción de la cultura, la ética, el paisaje, etc., mas no empero abolir por decreto la básica justicia y los requisitos económicos que hacen posible una vida propia de pueblos civilizados.
Cabe esperar que los políticos profesionales intenten darnos gato por liebre y, mientras las oligarquías siguen revolcándose en el lujo más escandaloso y obsceno, nos instarán a que seamos «razonables» y nos «apretemos el cinturón». Son los famosos recortes. Pero no vamos a consentir este engaño y jamás entraremos voluntariamente a vivir en las horrendas chabolas –materiales, mentales y morales- que ya nos preparan los gestores franquiciados de la tiranía de Wall Street. La erradicación del paradigma humano neoliberal no ha de suponer el retorno a la barbarie industrial, a la explotación decimonónica salvaje de los obreros, a la delincuencia, sino que, por el contrario, puede y debe traducirse en una mejora de la calidad de vida de millones de trabajadores que ya no tendrán que arrastrarse por la existencia sometidos a la presión del consumismo; que ya no vivirán encadenados a la ecuación burguesa que iguala la respetabilidad y el estatus social de las personas (su valía humana, en una palabra) a la capacidad simbólica de consumo reflejada en la ostentación bien visible pero mendaz de objetos de lujo y hasta de marcas comerciales concretas. Reclamamos una dignidad cívica y moral republicana de participación real en las instituciones nacionales y democráticas, una justicia, la de los ciudadanos, que conlleva en las dos direcciones (de máximos y de mínimos) ciertos umbrales materiales infranqueables de desarrollo social, pero no, y ya nunca más, una existencia consumista.
La contradicción fundamental de la sociedad burguesa
Las directrices políticas que propone la izquierda nacional suponen así siempre, aunque no la nombren explícitamente, la promoción de valores alternativos a los de la burguesía socioliberal (centroizquierda) y también, no lo olvidemos, a los de la burguesía liberalconservadora (centroderecha). Pero nuestra postura no depende de una suerte de condena moral simple de la realidad en que vivimos, sino de la cruda constatación de las contradicciones objetivas insolubles que han estallado en el seno de la society. Ésta, como un charlatán de feria o un aspirante a dictadorzuelo, promete la «felicidad» a cambio de la sumisión adocenada del hombre-masa, pero genera el infierno en la tierra. Pretende construir la “sociedad de consumo” sobre una base tecnológica (la “sociedad de producción”), pero el desarrollo de la ciencia, que es consustancial al progreso tecnológico, depende del respeto al valor de la verdad y termina colisionando con las exigencias hedonistas esgrimidas como discurso legitimador e interiorizadas de manera consecuente por la mayoría de la población.
Esta contradicción se plasma de manera bien visible en el problema educativo que corroe por dentro el mundo docente y convertirá los colegios e institutos, a medida que este “progreso” avance, en reformatorios custodiados por guardias de seguridad. La evidencia es que el desarrollo “democrático” y el crecimiento de las sociedades liberales y multiculturales de consumo van acompañados de un desplome de los mínimos de excelencia educacional y del aumento correlativo de los niveles de delincuencia, con cárceles a rebosar y un sistema penitenciario en constante situación crítica de oberbooking. En una palabra, pese a la presunta mayor “riqueza” y “libertad” de la sociedad burguesa, los estándares éticos e intelectuales de la juventud caen en picado. ¿Por qué? La discordancia entre los imperativos de verdad y trabajo, que son ascéticos, y las exigencias hedonistas de felicidad, bienestar y satisfacción consumista sin límites, hacen imposible el funcionamiento de una estructura institucional que será, cada vez más, una “sociedad de la información” o “del conocimiento”, pero que en su forma burguesa actual no socializa personas y ciudadanos capaces de estar a la altura de los imperativos de eficacia racional que le son inherentes. De hecho, como hemos visto, el burgués carece de lo más básico: el compromiso ético con la verdad, la racionalidad y la objetividad, pilar central de todo edificio social moderno. La “aporía moral” pudre así, en primer lugar, el corazón de las propias élites burguesas, las cuales devienen corruptas, viciosas, perezosas y estultas (hasta el punto de pretender refugiarse de nuevo en las obsoletas religiones monoteístas), pero se extiende luego como una plaga a las mayorías sociales (telebasura), colapsando instituciones como la familia, la empresa, la escuela, etcétera, cuyo funcionamiento normal no se puede sustentar, pese a la propaganda, en un detestable hedonismo utilitarista que calcula a cada instante el propio placer o ventaja como patrón conductual normalizado.
La contradicción política como crisis de legitimidad
La contradicción principal de la sociedad burguesa comporta, en primer lugar, la autodestrucción de toda apariencia de sistema democrático y su transformación poco menos que chulesca en una gran oligarquía económica explícita de matones con corbata. Los políticos se hacen ricos y los ricos, políticos. En el mundo del negocio electoral observamos la fricción entre las exigencias de transparencia, eficiencia, objetividad, diálogo fundamentado y pretensiones de veracidad –que han de regir tanto en las instituciones políticas propiamente dichas como en sus apéndices administrativos estaduales-, y los intereses económicos individuales y grupales que son los que, en la realidad del mundo capitalista, mueven en la sombra los hilos de la actividad parlamentaria, gubernamental y administrativa.
La estructura misma de los partidos debería ser asamblearia para facilitar la vehiculación de la información, la fiscalización de los liderazgos y la renovación de las cúpulas; pero ya desde el principio los partidos se articulan more oligárquico, vertebrándose como mafias que controlan todos los mecanismos institucionales y deciden por anticipado a empujones (y con amenazas) cuáles van a ser las resoluciones de los órganos presuntamente soberanos. Una vez convertido el partido en juguete de una oligarquía interna, es muy fácil que la sigla funcione como dócil maquinaria de fabricación de votos. Puesta en bandeja para ser vendida a la oligarquía financiera transnacional, su precio “en el mercado” dependerá de su capacidad de engañar. De espaldas a las bases, este “tinglado” utilizará las instituciones públicas cual plataformas de negocio o de mera promoción personal en descarado comercio con los poderes económicos. La financiación ilegal (informes falsos, adjudicaciones públicas a empresas del entorno oligárquico, etc.), las recalificaciones fraudulentas de terrenos por parte de los ayuntamientos y otras fechorías relacionadas con el mundo inmobiliario, son algunas de las fórmulas habituales de la corrupción institucional. Ahora bien, las oligarquías de partido sólo pueden funcionar mediante la manipulación de las bases. En otros términos: tienen que mentir siempre. Esta práctica genera, empero, ineficiencia y encarece hasta la quiebra los costes de la gestión pública. La esencia del liberalismo político vigente consiste en la subordinación de la objetividad (también en materia económica) a los denominados “intereses del partido”, en realidad las obscenas apetencias del grupo que controla la marca electoral de turno y que podemos definir como “testaferros del gran capital”. Tales pretensiones se concretan a su vez en la negación del principio asambleario y en la usurpación de la soberanía de los militantes, despreciados como mera “masa borreguil” por parte de la burocracia de la organización. En definitiva, la élite oligárquica utilizará sus prerrogativas subterráneas enquistadas como relaciones de vasallaje, fidelidad y amparo mutuo de individuos “leales a X” con el fin de renovar una y otra vez en sus cargos o hacer peregrinar de un cargo a otro a unas personas cuya característica fundamental es su voluntad de engañar para encubrir al «jefe» que las protege. Los oligarcas, esencialmente ignorantes y corruptos, se han elegido de antemano a sí mismos para mandar y nunca van a ceder el poder de buen grado aunque, de manera más o menos regular, se renueven las caras de los brutales energúmenos que ocupan el primer plano. La mafia oligárquica como tal es la que pone esos rostros en el cartel y los seguirá poniendo hasta que se rompa el ciclo de reproducción del grupúsculo.
Será normalmente otro grupúsculo el que ocupe su lugar, pero no ocurriría así si se respetaran los principios democráticos y la asamblea hiciera valer sus derechos, formalmente ya reconocidos por la ley. Los postulados asamblearios resultan, sin embargo, pisoteados una y otra vez. ¿Por qué? Porque los valores burgueses imperantes incluso entre los propios perjudicados impiden que una asamblea pueda funcionar. No otro es el sentido del sistema oligárquico que, extendiendo el modelo organizativo económico-comercial a la totalidad de las instituciones públicas controladas por los partidos, desencadena la crisis de la sociedad liberal. Ésta provoca a su vez la reacción totalitaria (bolchevismo) y la respuesta, igualmente brutal, a dicha reacción (fascismo). Conocemos el nuevo totalitarismo (islamismo), la ultraderecha del siglo XXI se encuentra todavía en fase de gestación.
Sobre la base de esta doble usurpación descrita, a saber, la de la asamblea del partido por su cúpula oligárquica y, en segundo lugar, la del partido mismo por las élites económicas que lo financian e instrumentalizan, puede el sistema dar los siguientes dos pasos en orden a la definitiva liquidación de facto de la democracia, a saber: 1/ la fundación de instituciones políticas que, como las de la Unión Europea, sólo en una parte muy reducida y anecdótica son elegidas democráticamente por los ciudadanos y responden ante ellos, pero que, en cambio, tienen la potestad de limitar de forma decisiva la soberanía de los Estados miembros; 2/ el mercado mundial, que remata el proceso de oligarquización instituyendo marcos burocráticos y procesos decisorios subterráneos en los que el voluntad popular no juega ya absolutamente ningún papel. Es la misma estructura opaca que en el caso del partido, pero ahora de dimensiones macrosociales o “en grande”. Nadie, en efecto, ha “votado” la globalización, nadie ha sufragado políticamente la libre circulación de la mano de obra extranjera; a nadie se le consulta tampoco sobre las deslocalizaciones, la supresión de aranceles que arrasan las economías locales en beneficio de los productores asiáticos (quienes no respetan los derechos más básicos del trabajador y resultan por ello más «competitivos»), etcétera. Las decisiones que instituyen dichos mecanismos, cuya incidencia en la vida cotidiana de las personas es tremenda, han sido tomadas por la oligarquía de espaldas y en abierto conflicto con los legítimos intereses de una sociedad democrática. La contradicción implica, por tanto, que las prácticas oligárquicas de opacidad, desinformación y manipulación terminarán colapsando incluso la apariencia liberal de las instituciones públicas occidentales. Las heces ya rebosan por todos lados. Occidente muestra, en medio de toneladas de basura, su verdadero rostro a los pueblos “subdesarrollados” que la ONU debería “educar” pero que no en balde, frente a la ofensa del insoportable hedor, deciden pasarse, armas en mano, al terrorismo islámico.
Pero, a tenor del hecho incontestable de que la supuesta existencia de la democracia y el respeto a los derechos humanos es la fuente de legitimación del régimen liberal, la evidencia obscena de la oligarquización del sistema político, la patencia de sus crímenes impunes, el escándalo de su increíble ineficiencia y putrefacción, hace acto de presencia como crisis de legitimidad, desfondamiento abismático de la soberanía añadido a la crisis económica. Ambos fenómenos desencadenan un gravísimo efecto disfuncional para la “gobernabilidad”, con un aumento galopante de la delincuencia que traduce de iure lo que constituye la realidad habitual para un estamento político que medra en el ilegalismo más absoluto, a la sombra de poderosos particulares y sin intención alguna de modificar su escandaloso «tren de vida» mafioso.
La pérdida de credibilidad de la política, que paraliza el funcionamiento de la democracia en forma de abstencionismo crónico y facilita la aparición de la plaga de los demagogos, futuros tiranos y postreros beneficiarios iletrados del fenómeno oligárquico, empieza ya, empero, en el momento, al parecer insignificante, en que la asamblea de una organización política legal acepta deponer sus derechos ante el estamento de los políticos profesionales; el proceso culmina, en última instancia, con la erección de ese poder invisible de logias, clubs (Bilderberg), comisiones trilaterales y otras sectas burguesas que, sin consultar a los afectados, pretenden dirigir en silencio los flujos económicos y los destinos de los pueblos a escala planetaria.
El propio liberalismo es consciente de que su pecado capital consiste en la torrencial invasión del poder político por parte del poder económico. Tan ruidosa y patente resulta la evidencia de lo que sucede en los parlamentos, donde los lobbies empresariales ofrecen regalos a sus señorías con el fin de comprar la voluntad política pública a plena luz del día, que el político profesional debía antaño preocuparse de mantener las “apariencias”. Y lo conseguía, por supuesto, con la inestimable ayuda de unos medios de comunicación cuya función no es tanto «informar» cuanto ocultar determinados hechos, dando por inexistente todo aquello que no aparezca en las hojas de los periódicos o en las pantallas de la televisión.
La doctrina liberal, sabedora de su talón de Aquiles, a saber, la reducción de la «democracia parlamentaria» y del sindicalismo a una comedia donde ya todo está decidido porque las auténticas relaciones no son políticas, sino comerciales, donde el antagonismo social sólo se representa, como en un teatro universal (en la actualidad, las más de las veces, en un plató), ha instituido así la famosa división de poderes (legislativo, ejecutivo y judicial) para ostentar la apariencia de un mínimo de objetividad en la elaboración y aplicación de las normas.
Pero la «disciplina de partido» liquida la exigible independencia de los parlamentarios, quienes en la mayor parte de los casos (la “libertad de voto” se autoriza sólo ocasionalmente) no deciden en función de criterios racionales o “en conciencia”, sino a ciegas y bajo la compulsión de un brutal contubernio de intereses que no podrán cuestionar sin ser expulsados de las futuras listas electorales de su formación política. El llamado «grupo parlamentario» representa en realidad un apéndice del gobierno o, en su caso, de la oposición. No existe debate ni análisis de los problemas del país: se ataca a quien manda haga lo que haga (incluso los “aciertos”) con el fin de desgastarlo electoralmente y ocupar su lugar, pues fundamentalmente nada va a cambiar con el “cambio”. A la inversa: el gobierno no pondera las propuestas leales de una oposición enderezada a mejorar las políticas en beneficio de la nación, sino que ya ha decidido de antemano qué va a hacer y sólo se ocupará de defender a capa y espada su gestión, ocultando los errores que puedan o bien perjudicar la «imagen de las instituciones» o bien remover a los suyos del cargo obtenido, posición de poder que representa un fin en sí mismo y no un instrumento de servicio cívico. Allí donde existe acuerdo, tampoco hay intercambio de ideas: más que consensos alcanzados racionalmente, lo que el sistema liberal burgués capitalista genera son complicidades en aquello que corresponda a la unidad de intereses del estamento político entendido como un bloque frente al pueblo. “Acuerdo” es aquí el silencio de la omertà mafiosa, que ocupa en ese caso el lugar del acto «parlamentario» básico: comunicarse con pretensiones de validez, razonar, documentar, acreditar, fundamentar…
Esa misma mecánica opaca derriba las barreras garantistas que separan el poder legislativo del poder ejecutivo: la burocracia de partido controla en la sombra el uno y el otro en beneficio de la oligarquía económica. Queda sólo, en apariencia, como último bastión de la razón, la aplicación imparcial de unas leyes que ya vienen condicionadas en su misma gestación, diseño y producción por los designios oligárquicos tanto en la acción como en la omisión, pero que, siendo públicas, deben evitar mostrarse descaradamente parciales. Por lo que respecta a la omisión, un simple ejemplo: no existe el delito de corrupción porque los políticos, por buenos motivos, se han guardado bien de tipificarlo. Dichas leyes ya manipuladas, en la medida en que sobre el papel han de cumplirse, representan también una amenaza, un mal menor pero nada desdeñable para la deseada discrecionalidad de la oligarquía, de suerte que un poder judicial independiente constituye una institución que debe figurar en el frontispicio del Estado a efectos propagandísticos, pero que, al mismo tiempo, será convenientemente fagocitada desde su propio interior mediante una serie de prácticas micropolíticas de rango reglamentario y organizativo, casi invisibles para los legos, que reducen poco menos que a la nada la independencia de los jueces. Dichos imperativos inducen a la magistratura a ser dócil con el poder oligárquico que rige la promoción de las carreras profesionales y fuerzan a aquélla, en última instancia, a someterse al verdadero, gigantesco poder social, tan invisible como omnipresente, de la oligarquía.
En primer lugar, la fiscalía, a través de la figura del fiscal general del estado, funciona como un mero peón del poder ejecutivo, es decir, del gobierno, e ignora todas las vulneraciones de la legalidad que quiera ignorar sin rendir cuentas ante nadie. En segundo lugar, el consejo general del poder judicial, órgano disciplinario de la magistratura, viene nombrado a dedo por los partidos, de manera que, gracias a una ley de rango inferior a la constitución, es la oligarquía la que, cúpulas partidocráticas mediante, decide quiénes controlarán a los jueces y, con ello, controla a los jueces mismos. En tercer lugar, las sustituciones, interinidades y oportunos traslados, que sirven para apartar a un juez concreto de un caso concreto nombrando arbitrariamente a un sustituto, quien ya sabe, si es inteligente y “prometedor”, por qué está ahí y lo que se espera de él sin que nadie tenga que decírselo. En cuarto lugar, las segundas instancias judiciales, que son como embudos por donde pasan las causas espinosas para el poder y que se alimentan de unos pocos magistrados muy fáciles de controlar porque han ascendido en el escalafón corporativo precisamente a fuer de demostrar que son personas «de confianza» para los testaferros parlamentarios del gran capital. En quinto lugar, las instituciones penitenciarias, nidos de corrupción y arbitrariedad que, en el peor de los casos, pueden conceder la libertad (tercer grado) de forma inmediata a aquél que haya sido, pese a todo, condenado por los tribunales, y ello apelando a criterios técnicos de tratamiento e individualización de la pena de muy fácil manipulación. En sexto y último lugar, la institución del indulto, que legaliza la exoneración de quienquiera que el gobierno desee amparar o recompensar por sus servicios (en realidad: por su “leal” silencio). Gracias a este auténtico dispositivo mafioso, la impunidad está servida para esos empleados y gestores públicos de la oligarquía económica que son los políticos profesionales.
Ciencia económica versus ideología bursátil
La sociedad burguesa es economicista, de ahí que, por más que el colapso axiológico descrito afecte a todas sus funciones y se difunda capilarmente hasta la última de sus ramificaciones del tejido social, cabe esperar que la contradicción principal se detecte en el seno de una determinada esfera de aquélla, la más importante para dicha forma de vida, a saber, la económica; bien entendido que la economía burguesa representa sólo una figura histórica concreta de la función económica, dándose constancia, ocioso es decirlo, de otras “formas sociales” de encarar la necesidad primaria e insoslayable de subsistencia material colectiva. En efecto, en todas las comunidades históricamente conocidas detectamos siempre la existencia de un “modo de producción”, esencial para la supervivencia del grupo; pero característico de la economía burguesa es el mercantilismo o “comercialismo”, un sistema de relaciones humanas que involucra al todo social y culmina en la subordinación de la economía productiva a la finanza, es decir, a la usura. La cultura burguesa del trabajo culmina así, paradójicamente, en el “parasitismo crediticio”. Sólo después de que capitalismo financiero ha subyugado la economía en su totalidad, puede llegar esta economía ya pervertida a poner de rodillas las funciones política y cultural de la comunidad en su conjunto, instaurando las pautas mercantilistas como criterios últimos de la humana conducta en general. La Volksgemeinschaft (comunidad popular) se convierte así a la postre en mero sustrato humano de la society, es decir, de un entramado contractual formado por socios calculadores e interesados que intercambian mercancías y acumulan riqueza. A eso llaman los burgueses ser una persona normal y no otro es el sentido de sus patéticas vidas, que convierte en “locos” a quienes no compartan el common sense, léase: el ideario inglés del negocio.
El elemento o factor comunitario tradicional sobrevive, pero sometido al sistema de relaciones sociales capitalista, que lo consume poco a poco; el capital necesita, por ejemplo, familias con hijos para explotar en el trabajo e incluso valores “patrios” a fin de disponer de brazos entusiastas que empuñen los fusiles en guerras con fines crematísticos -por poner un ejemplo: la guerra de Iraq para controlar las reservas petrolíferas de Oriente Medio y satisfacer los anhelos bíblico-imperiales de Israel-, pero la comunidad tradicional ha sido instrumentalizada, doblegada, engañada, reducida a su mínima expresión y, con el liberalismo monopolista oligárquico tardío, mortalmente herida en sus índices de natalidad. De suerte que la sociedad burguesa misma, la cual no puede existir sin sustentarse en ese humus sociológico y hasta biológico de un fundamento comunitario, siembra el veneno de su propia extinción demográfica. Debe así, al fin, importar inmigrantes de otras comunidades menos aburguesadas para sustituir la mano de obra extinta que el capitalismo necesita y que una decadente society de consumistas ayunos de valores éticos ya sólo de forma muy deficitaria puede proporcionar.
Sobre el fondo del conflicto sociedad-comunidad, este auténtico cuadro dramático de descomposición humana que se consuma en las grandes megalópolis mundiales, perfílanse los procesos contradictorios que, en los términos de la propia sociedad burguesa y en el interior de la misma, la conducen a la crisis, donde volvemos a observar una vez más el choque entre la exigencia de verdad, racionalidad y objetividad inherente a la propia economía productiva capitalista, por una parte, y los “intereses” de la oligarquía, del individuo burgués y del capital financiero como fenómeno en perpetua expansión cuantitativa, por otra.
Ya en las causas inmediatas que han desencadenado la crisis de 2008 podemos acreditar este cortocircuito sistémico: los “activos” tóxicos que hicieran quebrar a decenas de bancos y han puesto en peligro el sistema financiero global eran en realidad fraudes, mentiras y pseudo valores “podridos” que, en una maniobra constante de opacidad y ocultación de información empresarial veraz, es decir, de huída hacia adelante, habían pasado de una entidad bancaria a otra construyendo en el aire un castillo puramente ficticio de inversiones y pretensiones de beneficio sin consistencia técnica (“cuentos de la lechera”). Ahora bien, este fenómeno no es un caso extremo o una excepción dentro de la economía del dinero, sino que el ficcionalismo constituye la esencia misma del mundo inversor y de la llamada “magia de los mercados”, la cual se sustenta en una suerte de “optimismo” obligatorio y estructural -del que la sociedad norteamericana es quizá el ejemplo más caracterizado- que ha de garantizar la rentabilidad del capital, o sea, su progresión matemática infinita.
La crisis de 2008 representa así sólo un efecto de superficie, un síntoma, de una enfermedad crónica, incurable y terminal del mundo burgués, a saber, la contradicción axiológica entre la “sociedad de producción”, regida por el valor trabajo y, por ende, por el imperativo de la verdad racional que hace posible la productividad laboral, y la “sociedad de consumo”, basada en la “felicidad”, léase: en la subordinación de cualquier principio racional a los intereses hedonistas, a los deseos, a las “esperanzas”, a las pulsiones del individuo liberado de todo deber moral o político intrínseco.
La “sociedad de consumo” secularizada necesita de la “sociedad de producción”, pero no a la inversa. La economía racional basada en el trabajo y en la acumulación de conocimiento científico y técnico resulta perfectamente concebible sin bienes de consumo hedonistas, pero la “sociedad de consumo” ha de permanecer sustentada por la tecnología, el trabajo y el estrato sociológico comunitario que posibilita fácticamente su existencia material. Ahora bien, a medida que se desarrolla, la “sociedad de consumo” destruye sus propias condiciones productivas económicas de la misma manera que la society en general aniquilaba los requisitos comunitarios basilares que configuraban su gratuita (y no calculada en los costes de producción) fuente nutricia (grupos primarios, comunidades, naciones, pueblos, naturaleza, mundo de la vida). Esta doble erosión, a la que hay que añadir siempre la destrucción de los ecosistemas y el agotamiento de unos recursos naturales finitos, desemboca en la crisis estructural de la civilización occidental, cuyas motivaciones inmediatas pueden ser las que se han explicado en los periódicos y televisiones, pero las causas profundas de la cual siguen implosionando constantemente de forma ensordecida en los fundamentos del sistema capitalista global por mucho que nuestros gobernantes hablen ahora, con fines electoralistas que pronto serán olvidados, de tener más presente “la ética” en el hediondo universo profesional de Wall Street.
El meollo de la sociedad burguesa es así el mercado financiero: su esencia consiste en la negación del trabajo. Un individuo o grupo dispone de dinero y, sin trabajar, aspira a que ese dinero se multiplique y crezca como si el dios judío hubiera intervenido milagrosamente en la tierra. Es la consumación religiosa del capitalismo burgués, cuya opción axiológica subordina la “sociedad de producción”, constituyendo en todo momento la clave de bóveda de la dominación simbólica y estructural de ésta a la “sociedad de consumo”. La utopía forma así parte del liberalismo tanto como del comunismo, aunque con una formulación institucional distinta. A pesar de que la “sociedad de consumo” depende objetivamente de la “sociedad de producción”, es aquélla la que, en efecto, totaliza en lo simbólico y, finalmente, institucionaliza el sentido del proyecto capitalista burgués (no confundir con el “capitalismo” a secas) en tanto que secularización de la religión judeocristiana. El liberalismo es una utopía agregada.
Técnicamente, estaríamos sólo ante un mero problema de inversión del capital, cuestión aséptica que remite a uno de los tres famosos factores de producción, pero una crítica de la misma que se limite a los parámetros mentales fijados por la ideología liberal, quédase en la superficie de la sociedad burguesa tardía (oligárquica), en su economía política o, en otras palabras, en la explicación conceptual que esta sociedad da de sí misma. Desde el punto de vista sociológico, por el contrario, nos encontramos con cosas como la religión y la magia, que ya en el siglo XVIII se funden con la «ciencia» económica en un universo donde imperan las típicas personalidades burguesas tradicionales, obsesionadas con su salvación, la resurrección de la carne, el paraíso que esperaba a los ricos en el más allá y otros mitos que, según estableciera ya Max Weber en su día, interpretábanse como manifestación terrestre del designio soteriológico divino en la suerte que les había sido deparada por Yahvé. El desgarrón no afecta al capitalismo como concepto de racionalización económica, sino a la burguesía en cuanto sistema de valores irracional. Una vez secularizada la religión, es decir, muerto el dios teológico en la creencia social, dichas estructuras objetivadas de sentido siguen funcionando en la sombra como mecanismo capaz de despertar el proceso psicológico de la esperanza del inversor y del consumidor, verdad oculta de la fenecida creencia religiosa. El secreto del dios judeocristiano, como Marx ya denunciara acertadamente, es lo que podríamos denominar la ceguera del “optimismo institucionalizado” por la ideología bursátil, que pasamos a exponer de forma sintética.
La reflexividad que afecta a todos los fenómenos sociales alcanza en este punto su expresión más extrema y decisiva. Por reflexividad entendemos que, a diferencia de lo que sucede en el ámbito de las ciencias de la naturaleza, la concepción que los sujetos tengan de la sociedad modifica la realidad social independientemente de que dicha concepción sea verdadera o falsa. El motivo es que una teoría o idea social es ella misma un hecho social, hasta el punto de que en la sociedad pueden darse las denominadas profecías autocumplidas; por ejemplo, si Y es concebido por todos los que le envuelven como X, esta calificación afectará a Y por las reacciones que provocará en su entorno social, las cuales le habrán forzado a responder con determinadas pautas de conducta independientemente de que X sea o no un dato cierto. En los mercados financieros, la reflexividad no sólo es importante, sino esencial para los inversores. El éxito de la inversión de capital depende de la actuación de los otros inversores, es decir, de lo que unos inversores piensen sobre los restantes inversores, la coyuntura económica y social, la rentabilidad (un futurible) de los activos adquiridos, etcétera. Tanto es así que, por ejemplo, el FMI no puede hacer públicos ciertos informes sobre la situación económica de determinados países con el fin de no empeorar su situación. La información veraz es la clave de la inversión exitosa, por supuesto, pero sobre todo lo es su opacidad, siendo así que cuanto más se engañen los “otros” inversores, es decir, el resto respecto de uno mismo, más ganará este hipotético inversor individual. Sin olvidar que hay una información implícita, constitutiva de la institución bursátil como tal, que ha de ser necesariamente falsa, pues se alimenta de nociones de infinitud matemática que entran en conflicto directo con la noción básica de la economía política, a saber, la que nutre el concepto científico de escasez. Luego, si las instituciones deben mentir, incluso autorizar y justificar oficialmente la mentira en casos concretos, la ideología bursátil miente siempre, representa algo así como la mentira institucionalizada, que no le impide ser al mismo tiempo el epicentro del desarrollismo capitalista financiero y, por ende, de la ciencia económica burguesa. Pero, puede una ciencia (=verdad) aplicarse pragmáticamente –en el sentido de “ciencias aplicadas”- en un medio cuya esencia es el inversionismo (=mentira, engaño).
El capital debe reinvertirse de forma constante y está estructuralmente vinculado a una actitud existencial “optimista” que ha de profetizar rendimientos, ergo: felicidades y bienestares que fortalezcan la “confianza del inversor”. Su tiempo es infinito, lineal, un sentido emanado directamente de la historia profética. Dicha cosmovisión, como la sonrisa plastificada y compulsiva del norteamericano medio en tanto que símbolo de la cobarde estupidez de la society, es totalmente impermeable a la realidad y sólo admite de forma coyuntural unos datos negativos que fuercen a la venta (a eso se le llama recoger beneficios), pero siempre bajo el horizonte doctrinal intangible del dogma de un “crecimiento económico” que no puede cesar, sean cuales fueren las condiciones objetivas, sin provocar una “crisis” sistémica. Por ello cabe afirmar que, para detener el ciclo de la inversión y colapsar el sistema, bastaría con la verdad: la finitud de los recursos naturales, económicos y demográficos. Recesión significa decrecer. Esta característica sólo es negativa desde el supuesto de que la producción no debe dejar de crecer. Pero, ¿debería hacerlo de la misma manera que cabría pensar en restricciones demográficas o sólo “pensarlo” es ya “impensable”, como parece sugerir el dogma? En suma, la conciencia racional y científica de la escasez -desplegada a partir de un concepto ontológico de finitud- no sólo señala la dirección obligada de la crítica a sociedad burguesa, sino la única guía de toda revolución posible. La muerte es el emblema de toda genuina revolución, porque arranca de cuajo el postulado en que se sustentan los imperativos “desarrollistas”.
El capitalismo global puede seguir existiendo en la medida en que, en previsión de tal circunstancia, hace sus deberes de manipulación y confía en que la verdad, la objetividad y la racionalidad encarnadas por los trabajadores hayan sido ya compradas («para eso te pago»), léase: sometidas de antemano, como pautas de conducta, a los intereses del capital. Hete aquí la tarea de los periodistas, de los intelectuales y de los políticos como testaferros de la oligarquía. El trabajador, aunque sometido actualmente en su subjetividad, en calidad de consumidor, a las exigencias de la society, constituye la célula básica de la “sociedad de producción” y, en consecuencia, el depositario de sus valores en tanto que fundamento axiológico (subjetivo) a la par que institucional (objetivo) de la revolución socialista. Dicha revolución, como veremos más abajo, no consiste en otra cosa que en llevar hasta sus últimas consecuencias la lógica del trabajo, que es la lógica de la ciencia y, por ende, la de la verdad, hasta el completo desmoronamiento de la sociedad burguesa.
El carácter constitutivo, esencial, de la negación de la realidad inherente al “esperancismo” bursátil y bancario manifiéstase, por otro lado, en el fenómeno de la volatilización del valor económico, que comienza con la fundación misma del capitalismo en tanto que organización social basada en el societario “valor de cambio” por oposición al comunitario “valor de uso”. El dinero es un trozo de papel que representa un valor abstracto universalmente intercambiable, pero en la medida en que tal objeto pueda ser fabricado a placer en prensas como una mercancía más, existirá siempre en la society un desfase entre el papel emitido y la “realidad económica”, que se va reajustando mediante la inflación y la deflación, pero que como tal no desaparece jamás y posibilita en los resquicios (sólo detectables mediante la información privilegiada, o sea, ocultada, ergo, mentira mediante) los “grandes negocios” a la sombra de la política.
Una vez abandonado el patrón oro, que anclaba el valor de cambio en un objeto físico determinado ajeno a decisiones interesadas, una moneda, el dólar, es decir, un mero documento mercantil, operó por un tiempo como ancla del resto de los «papeles». Pero el proceso de volatilización no terminó aquí: las tarjetas de crédito, los bonos, las acciones, los fondos de pensiones, los créditos con “garantía hipotecaria”, los títulos de toda suerte, devinieron activos de tercer grado que representan valores de cambio compensables en títulos monetarios. Los «valores» se han convertido así en esos hechos puramente simbólicos que configuran la famosa burbuja financiera en tanto que mero globo repleto de sueños proféticos y utópicos. Cuelgan del hilo de creencias, confianzas, fiabilidades y suministros más o menos sesgados de (des)información financiera.
La realidad queda lejos, pero tarde o temprano hará acto de presencia. Cuando eso ocurre, se puede vender antes de que la desagradable visita se haga pública (esto fue precisamente lo que hizo Jordi Pujol con sus activos podridos en Banca Catalana, empresa que él mismo había llevado a la quiebra), pero, aunque algunos tramposos salven la piel, los sucesivos engaños acumulados a escala social y luego mundial conducen siempre al callejón sin salida del crack general, o sea, a la crisis. Alguien tiene que pagar el precio de las fantasías ficcionalistas: los trabajadores, el pueblo, es decir, las terminales del proceso económico que marcan la frontera entre la “magia” inversora y la realidad social.
En justa correspondencia, desde el punto de vista subjetivo la “sociedad de consumo” no compra para satisfacer necesidades adheridas a un valor de uso, sino para ostentar el signo del valor volatilizado en forma de marcas, enseñas de estatus social visible que a su vez exprésase en la cadena numérica de una cuenta bancaria o en un título (activo) que remite a papel y más papel… Podemos observar, por tanto, la relación entre la naturaleza puramente ideológica del funcionamiento bursátil, bancario e inversor, y el ficcionalismo de unos «valores» que representan posibilidades o expectativas de pago en otros títulos, o sea, posibilidades de más posibilidades, como una nube de gas interpuesta entre el sujeto y la verdad, donde se excluye, precisamente, la posibilidad de la imposibilidad última, esencial: la escasez del tiempo. En su lugar, el tiempo existencial “de uso”, la posibilidad experimentada, se ha matematizado como tiempo “de cambio” infinito; el dinero objetiva posibilidades abstractas (trabajo), reabsorbidas subjetivamente como tiempo suplementario de vida (servicios de otros) y vivenciadas como seguridad, tranquilidad, bienestar, importancia, superioridad personal, poder, distinción, en último extremo como inmortalidad y divinización. Un mecanismo que guarda muchas analogías con la drogodependencia, porque la acumulación no concluye nunca y el tiempo marcha ontológicamente en dirección contraria al vector optimizante del fetiche monetario. El rango o categoría de la persona significa la fuente de «posibilidades infinitas», mera negación del límite, es decir, de la muerte del “sujeto constituyente”. El tiempo definido por la acumulación de capital construye una ficción de segundo grado basada en la inversión, punto por punto, del tiempo fenomenológico finito: mientras éste se contrae (reducción de posibilidades), aquél se expande (aumento de posibilidades) y es experimentado por el sujeto como un narcótico. El capitalismo burgués representa en última instancia una pseudo vivencia de lo divino que trafica con la esperanza entendida como obstrucción permanente de la autoconciencia finita. El oligarca, el “rico”, ha adquirido, gracias a los «títulos» de capital, la disposición subjetiva de una inmunidad existencial, léase: aquello que antaño se denominó la gracia. El dinero simboliza tiempo condensado –objetivado- con el que se puede comerciar y que, por ende, cabe acumular.
Tiempo, o sea vida, robada a otros, es lo que acapara la oligarquía, si es que tiempo somos, como Heidegger ya viera. La burbuja financiera se nutre así de puro aire, es decir, de una mentira que deviene real porque es creída socialmente: todo va bien y donde hoy tenemos a, mañana tendremos a+1, pasado mañana a+2, y así indefinidamente: hete aquí el “progreso” capitalista. Estamos, según afirmara Marx, ante el batiente corazón económico de la doctrina judaica que el cristianismo occidental abrigaba secretamente en su interior. No obstante, en uno u otro momento, dicha burbuja tiene que topar, conviene insistir en ello, con la irreductibilidad de la escasez, concepto básico de la economía crítica, y estallar en forma de “crisis económica”. Mas no se trata de un problema coyuntural de la sociedad burguesa, sino de su esencia, que ha de devastar el planeta en un plazo ya relativamente breve si no se organiza frente a ella una respuesta política y cultural de grandes dimensiones.
La última y fundamental consecuencia en la contradicción principal y central de la sociedad burguesa es la imposibilidad y el fraude de la ciencia económica liberal. En efecto, en la ciencia económica convergen los imperativos de veracidad y objetividad, por un lado, y los intereses del capital sustanciados en la financiación de las instituciones donde debe desarrollarse la actividad científica. Si la economía productiva ha sido absorbida y subordinada por el usurero, es decir, por el capital financiero y el mercado de inversiones, ello no ocurre casualmente. Antes, el usurero ha tenido que “comprar” al científico. Y, en primer lugar, al economista teórico, cuya pauta trabajo eficiente comportaría el imperativo de objetivar la verdad del usurero, del inversor, del capitalista. Pero el mejor teórico del capital es el que no tiene que ser comprado, sino que expresa y potencia los intereses del capitalismo sin necesidad de que nadie se lo ordene. Milton Friedman, por ejemplo. No hay, en consecuencia, corrección posible dentro del marco de la ideología liberal porque el pensamiento ha sido doblegado de antemano en el corazón mismo de la fragua económica burguesa. Ésta es la premisa del capitalismo burgués: para un periodista, un profesor, un funcionario, un político, etcétera, la verdad debe quedar siempre supeditada a los “intereses”, ya se sabe cuáles. Se le pide a uno que mienta para tomar nota de en qué medida está o no dispuesto a mentir y determinar de esta suerte si se trata de una persona “leal”, de confianza (=dispuesta a mentir siempre).
El sistema capitalista, que tiende como es sabido a la concentración, necesita producir en masa y dicho imperativo implica ingentes y casi astronómicas cantidades de capital para ganar competitividad y mantener la tasa de beneficios de la piara financiera, y ello depende a su vez de los necesarios apoyos políticos, los cuales remiten en último término a elementos discursivos (“científicos”), pues en realidad los individuos reales no importan frente al sujeto abstracto del capital (=Yahvé) que los utiliza a todos. Las empresas multinacionales son monstruos burocráticos -con sus departamentos de investigación anexos- y nunca hubo inconsistencia en la afirmación de que la burguesía financiera occidental y la burocracia totalitaria soviética representaban lo mismo, aunque quedara por explicar, con los instrumentos conceptuales de la crítica, en qué consistía tal identidad: dichas empresas son ya estados económicos más poderosos que los propios estados políticos y su personal directivo está formado por gestores y funcionarios (tecnostructura), no necesariamente por propietarios. El sistema capitalista pare así al burócrata desde el seno de su propia dinámica interna de acumulación. Se trata de una cuestión de volúmenes y organización, no de diferencia cualitativa entre capitalismo burgués y comunismo marxista. Inevitablemente, el capitalismo burgués, como el comunismo marxista a su manera, tenía que desembocar en la irracionalidad del mercado de títulos ficticios (títulos de los títulos, títulos por excelencia: mentiras puras en que culmina la mendacidad como forma de vida) y en el idiotismo desarrollista, pero también en un universo “neofeudal” de empresas cuyas dimensiones superan las de países enteros; aquéllas desbordan el marco del poder político del estado como último reducto de una posible racionalidad sustancial con pretensiones reguladoras que debería tener su expresión en la economía política en tanto que ciencia. Las universidades burguesas no pueden, empero, resistirse al influjo capitalista que anida en su propio ser. No hay nada que un científico individual o un grupo de científicos pueda hacer al respecto como no se “exilien” de la institución (así lo hizo Marx). Ahora bien, la ciencia se basa precisamente en la crítica de la ideología y en la apelación a la realidad, a la verdad, es decir, en aquello que la alta finanza y la burocracia del “bienestar” tienen que negar para seguir existiendo en cuanto modus vivendi donde la “magia inversora” hace que el dinero “crezca” como por arte de alquimia.
La crítica de la “ciencia” económica actual es el núcleo de la crítica del liberalismo, la ideología burguesa dominante una vez el derrumbe económico del sistema ficcional comunista ha sido certificado y, tras él, el de la socialdemocracia (parásito fiscal del capitalismo), en una cadena de quiebras doctrinales que sólo con el colapso definitivo del neoliberalismo angloamericano alcanzará su final lógico. Pero dicha crítica no puede omitir los valores y la pregunta por el valor verdad, siendo así que el ficcionalismo financierocrediticio -negación de toda veracidad en el fuero interno de las personas y de las instituciones- constituye su auténtico motor, aunque se trate aparentemente de una mera “idea”. Dicha crítica habrá de realizarse, por tanto, de manera forzosa, fuera de las facultades de economía; quizá en las de filosofía, cada vez más abandonadas y empobrecidas, en cualquier caso bien lejos de los enclaves donde la oligarquía transnacional se ha asegurado de antemano el beneplácito institucional y la legitimación teórica.
El ficcionalismo, configuración metafísica moderna de una originaria torsión antropológica de la verdad, el llamado “humanismo cristiano” (y, en última instancia, el platonismo), se ha objetivado en forma de capital que, como el famoso “mundo de las ideas” paralelo de Platón, no es “nada” (una mera cadena numérica en el ordenador bancario central de un paraíso fiscal) pero que al fin lo es todo, pues la sociedad y la historia giran en torno a ella, al igual que Egipto entero giraba y se extenuaba, hasta caer exangüe, en torno a una ilusión objetivada en la pirámide vacía, tumba del faraón-dios presuntamente inmortal. Magia financiera y magia pseudo revolucionaria de la izquierda internacionalista -como veremos más abajo- expresan dos formas del profetismo judío y del platonismo, las cuales convergen en el cristianismo, engendrando en su interior y evacuando de él a la postre la modernidad burguesa.
Tales “valores” son ya, a la par, valores en el sentido filosófico y valores en el sentido económico, pues la sociedad burguesa los ha fundido en un fenómeno social institucionalizado, o sea objetivado, que, como el Geist hegeliano nos enseñaba, trasciende el idealismo y el materialismo metafísicos: la “realidad” social de la ficción creída, “real” como la religión monoteísta en tanto que ilusión aceptada por todos, léase: la institución bursátil y el “mercado financiero”, la banca. La crítica de los valores, la nietzscheana “transvaloración de todos los valores” sólo puede operar, consecuentemente, desde el valor verdad –en el sentido trágico de Nietzsche- como deconstrucción de ese esperancismo ficcionalista secularizado en forma de “sociedad de consumo”. Que sean logias, sectas y otras organizaciones basadas en rituales irracionales las redes ocultas que “gobiernan” la economía mundial no debería extrañar demasiado en el contexto que acabamos de esbozar.
Quienes omiten dichos aspectos de la crítica, apelan, lo sepan o no, a una fundamentación preliberal de la sociedad burguesa, la cual no podrá hacer otra cosa que dar un paso atrás, de carácter conservador, hacia una etapa ya superada de dicha sociedad, la etapa keynesiana, congelada artificialmente mediante un cinturón de protección étnica, u otra todavía anterior, de tipo neocolonial, con la añadidura de una recuperación de las herrumbrosas falacias religiosas y hasta místicas que la acunaron, es decir, la desecularización galopante; ésta ya se detecta de forma alarmante en los Estados Unidos y quiere, como no podía ser menos, infectar también Europa. Veámoslo brevemente.
La contradicción cultural o la desecularización de occidente
Hasta aquí hemos contemplado de forma panorámica las contradicciones de la sociedad burguesa en los planos político y económico. Nos queda por ver su contradicción básica en el plano cultural. No nos extenderemos mucho sobre el tema, que merece un tratamiento singular habida cuenta de que, como hemos venido sosteniendo, la sociedad burguesa no ha ido nunca más allá de la secularización de la religión judeocristiana y, por ende, de un fenómeno cultural que contamina la política en forma de maquiavelismo, desembocando finalmente en el envenenamiento esperancista de toda la sociedad, crisol del cálculo económico financiero y estratégico político (la famosa racionalidad instrumental o de los medios, por oposición a la racionalidad sustancial o de los medios y de los fines). Pero lo que sí conviene subrayar es la conexión entre el proceso de desecularización al que acabamos de hacer referencia y la bancarrota de un proyecto de bienestar que ha quebrado ya y no puede sostenerse más que en la propaganda. Con ello, el burgués recupera el consuelo fideísta que antaño había «modernizado» con la soberbia voluntad de construir el “reino de Dios” en la tierra. En efecto, el liberalismo nunca quiso dar el paso definitivo -la ruptura del cordón umbilical religioso- que debía conducir a la construcción de una sociedad basada en la razón. Como veremos, incluso los comunismos ateos inspirados por Marx jamás renunciaron a los valores fundamentales del judeocristianismo. Éstos nutrieron los universos utópico-proféticos de Moscú y Pekín.
La burguesía se ha hecho en ocasiones atea, pero sólo para afirmar idénticos valores despojados de la cáscara teológica. En último extremo, una sorda hostilidad hacia el mensaje de la ciencia unía a unos y otros, es decir, a ateos progresistas y creyentes liberales. En la cultura liberal progresista y hasta en el anarquismo se detecta ese miedo a la racionalización total que pondría en cuestión las tradiciones hedonistas aseguradoras de la vida del burgués opulento, significados axiológicos que también valen para el obrero y hasta para la canaille marginal. El “yo puro”, como expresión de la figura del individuo burgués arrancado de sus raíces empíricas, no ha existido nunca. De lo que se arranca es de sus raíces fáctico-trascendentales, pero esto es harina de otro costal. Véase lo que opina un doctrinario liberal de primera magnitud sobre el tema de la igualdad: «no existe esa supuesta igualdad entre los hombres, por el simple hecho de que no nos paren así nuestras madres. Los humanos, en realidad, somos tremendamente disímiles. Hermanos, incluso, se diferencian por sus atributos físicos y mentales. La Naturaleza jamás se repite; nunca produce en serie. Cada uno de nosotros, desde que nacemos llevamos grabada la impronta de lo individual, de lo único, de lo singular» (Ludwig von Mises, Liberalismo, 1927). El burgués ha permanecido aferrado a unas creencias y pautas de actuación que son las que operan como fundamento de la sociedad de consumo en cuanto “secularización”
keynesiana del “reino de Dios”. El fracaso de dicho proyecto va acompañado de una expresa recuperación de los valores religiosos teológicos, es decir, de una desecularización y de un retorno a los conflictos de tipo vergonzosamente confesional. No otros son los que en estos momentos dominan la agenda de la política internacional y que en el futuro no harán sino monopolizarla por completo. Todo ello a menos que Europa recupere su tradición, de procedencia griega -Atenas frente a Jerusalén- y dé el paso decisivo hacia la racionalización existencial radical.
En una sociedad basada en la ciencia, la racionalización consumada sólo puede consistir en un afloramiento cultural de sus auténticas raíces, aquéllas que, como Heidegger vio con claridad, se remontan a la Hélade y nos remiten al problema de la verdad, a la “veracidad” como forma de vida; en definitiva, a la filosofía. La sociedad burguesa, en todos los ámbitos institucionales públicos, apela a la razón, la verdad objetiva, la eficacia, etcétera, mientras abandona los ámbitos privados o civiles al irracionalismo del consumo, de la “felicidad” y de “lo lúdico”. Pero la incapacidad de llevar el imperativo de racionalidad hasta sus últimas consecuencias se traduce en una concepción acrítica de la propia razón que, en última instancia, la disuelve en los «intereses pulsionales» del sujeto, verdaderos motores del mercado. La racionalidad instrumental fija técnica y objetivamente los medios para alcanzar los fines, pero cede la determinación de éstos al deseo, al consumo, a la voluntad inversora sedienta de beneficios, a la voluntad de poder político y dominación, etcétera; en suma, a la felicidad del individuo, pues tan feliz es el tirano como el drogadicto, el usurero o el creyente místico. La supuesta verdad “objetiva” (instrumental) en tanto que mero reaseguramiento ansiolítico del sujeto debe interpretarse, consecuentemente, en términos de una eficacia que quiere los medios pero que se afirma en la intangibilidad de ese mismo “sujeto del capital” cuyo estatus ontológico permanece indefinido e introduce los fines bajo mano, de contrabando. En cualquier caso, es todo lo que se quiera menos un “yo puro”; es quizá el yo más impuro posible, porque el deseo que lo condensa como cosa, como «individuo» inmerso en el mercado, expresa el sentido de la opacidad misma y la visceral negación de toda pureza racional, es decir, de toda verdad imperativa y vinculante aceptada sin condiciones previas.
En este punto, la cultura occidental ha colapsado y no debe sorprender que retroceda hacia estadios aparentemente ya superados de su desarrollo, como el que expresa el conflicto religioso fanático, la autoinmolación suicida y asesina en nombre de dios, el rechazo de la libertad de pensamiento e investigación… Debe elegir y opta por traicionar la verdad. El terrorista suicida no cree que vaya a morir, es decir, como el ciudadano consumista occidental, vive en la ficción. Pero existe una ficción secular de no menor infamia que la religiosa. Nuestra ficción de europeos consumistas descreídos no es mejor que la del talibán, no sólo porque los muertos por accidente de tráfico superen los de todas las guerras del siglo veinte juntas, sino porque en occidente, territorio de la libertad, también existen dogmas protegidos por la ley que imponen compulsivamente la repugnante ideología del “bienestar”. En efecto, el retorno del obscurantismo no se presenta sólo en forma de involución integrista religiosa de carácter rupturista frente a los regímenes de cuño oligárquico-liberal, fenómeno bien patente en los países árabes, sino que manifiéstase, de manera germinal, en otros fenómenos alarmantes intrínsecamente vinculados al colapso cívico interno de la civilización occidental. Estos hechos, que no podemos ignorar, pues son tan graves como la actual reabsorción oligárquica del sistema liberal, el progresivo desmantelamiento del estado social o la devastación galopante del ecosistema, atentan contra la libertad de opinión, pensamiento y expresión de los ciudadanos, y se han traducido en una creciente legislación represiva en perjuicio de aquéllos que niegan la versión oficial instituida sobre la historia reciente de Europa. Porque si lo que hemos dicho hasta aquí tiene algún sentido, parece evidente que la oligarquía no podrá jamás permitir que sea el criterio de verdad, y no los intereses oligárquicos, el que determine algo tan importante para su discurso autolegitimador como el contenido de una narración en la cual la faraónica oligarquía explica a las masas sus legendarios orígenes históricos en términos de lucha contra el mal absoluto, es decir, contra el infierno secularizado identificado con el “fascismo y el Holocausto” (inversión o negación del paraíso secularizado que la propia oligarquía mágicamente encarnaría).
Aquí conviene juzgar por qué los crímenes del fascismo, hechos que deberían ser abordados desde una perspectiva histórica científica (la única perspectiva que puede evitar que se repitan), han acabado por convertirse en auténticos mitos de carácter laico cuyo cuestionamiento, tenga o no fundamento racional, es brutalmente perseguido desde todas las instituciones. En efecto, en tanto que el fascismo represente o simbolice el mal absoluto, aquello que de ninguna de las maneras puede ser tolerado, todo lo demás aparecerá como un mal menor que debemos aceptar con resignación. En consecuencia, visto que la alternativa a la corrupción es el “mal radical”, el “infierno en la tierra”, debemos permitir que nuestros “salvadores” de Normandía saqueen el erario público o emprendan guerras de conquista como si la cosa careciera “comparativamente” de importancia. Gastada la utopía, el régimen oligárquico no puede ofrecer ya nada valioso capaz de legitimarlo positivamente y está, por este motivo, obligado a justificarse en negativo. La oligarquía evita “lo peor”: el retorno del fascismo. Desacreditada también la religión como fuente de autoridad, la legitimidad sólo puede proceder de la historia. La gestión minuciosa del relato histórico, por tanto, es decisiva para asegurarse el control del poder, siendo así que un poder ayuno de legitimidad está condenado, ya a hundirse por su propio peso, ya a embarcarse en una violencia sin límites que, en el fondo, entrañaría un designio suicida. Ahora bien, aunque no se hubieran falseado los hechos, como poco se ha manipulado su significado al convertirlos en elementos simbólicos y representativos de un mal que justifica o relativiza los crímenes y tropelías propias transmutándolas en males menores que debemos soportar si queremos evitar ese infierno que nos aguarda en un “más allá histórico” de ciencia-ficción (por oposición a un paraíso no menos ficticio). En este mismo sentido, se puede afirmar que, a despecho del relato histórico oficial impuesto, como decimos, por ley, la realidad es bien otra: la oligarquía transnacional agrupa a los mayores asesinos de la historia, a sus cómplices y a todos aquéllos que, por activa o por pasiva, han sostenido el mencionado dispositivo de dominación pública impuesto en occidente después de la Segunda Guerra Mundial. Esta afirmación no comporta negar, ni mucho menos, los crímenes del fascismo, que son muchos y graves, sino únicamente denunciar una manipulación que representa un auténtico insulto a la cultura ilustrada.
La historia de occidente podría resumirse como el proceso en virtud del cual la esfera o función económica de la sociedad es transformada internamente por el comercio; cómo esta economía mercantil domeña la economía productiva; cómo, en tercer lugar, la economía así transformada en mercantilismo se apodera de la totalidad de la función política (parlamentarios, alcaldes, gobierno, sindicalistas); cómo el mercado cae luego, siguiendo una lógica inexorable, en manos del comercio de capitales; y cómo, finalmente, la alta finanza, el gran capitalismo bancario e inversor puramente parasitario, se hace con el control de las palancas del Estado y suprime de facto la soberanía de las naciones. Hemos esbozado las contradicciones sociales estructurales que este fenómeno –el imperio incontestable de los mercaderes del dinero- desencadena hasta generar el colapso de la comunidad nacional, literalmente fulminada, liquidada, arruinada por una pandilla de canallas saqueadores con corbata a cuyo servicio conspiran cual indignos lacayos los políticos profesionales de las “democracias liberales”. No otra parece nuestra situación como ciudadanos de la nación hispánica en vías de disolución. ¿Es posible alguna alternativa?
Izquierda burguesa e izquierda nacional
La temática de la izquierda nacional desborda la mera crítica de la actual política de inmigración o de un discurso que sólo pretendiera apuntalar el denominado “estado de bienestar” socialdemócrata en bancarrota convirtiendo a los inmigrantes en chivos expiatorios de los empleados autóctonos arruinados. Abandonamos esta tarea demagógica a la extrema derecha. Por su parte, la izquierda nacional de los trabajadores aspira a instituir una alternativa de valores a la sociedad de consumo burguesa. De ahí su hostilidad a la globalización, fenómeno demográfico que no se limita a la esfera económica y del que la política de “libre” circulación de mano de obra, verdadero desencadenante de un “tráfico de carne” masivo y descontrolado, es sólo una consecuencia, aunque de enorme calibre. No se puede pretender, desde la izquierda, abandonar a su suerte a los trabajadores de la nación tildando de racismo y xenofobia la defensa de las legítimas reivindicaciones populares contra el dumping laboral, pero tampoco cabe denostar dicho commercium con la “fuerza de trabajo” y el fomento hipócrita del multiculturalismo para luego dejar todo lo demás (la corrupción política, el despotismo bancario, etc.) tal como estaba antes de la llegada de los extranjeros.
Por otro lado, si se trata de amparar alguna “identidad”, habría que ver primero de qué estamos hablando, porque, para escándalo de los identitarios etnicistas y religiosos de la derecha, la única identidad defendible en occidente es la filosófico-europea (quinientos años más antigua que la cristiana) entendida como “cultura de la racionalidad” e inseparable de la construcción del socialismo; el cual, por cierto, y ahora para escándalo de los izquierdistas internacionalistas, ha aparecido en Europa, pero jamás motu proprio en otras civilizaciones. En este sentido, toda izquierda legítima sería nacional, lo sepa o no, lo quiera o no, porque sólo en un determinado marco histórico y cultural detéctase la posibilidad misma del izquierdismo en cuanto proceso de ruptura política enderezada a una creciente racionalización social.
Un socialismo nacional “de izquierda” se perfilaría así como última posibilidad de supervivencia de la cultura europea ante el melting pot de la globalización neoliberal.
Ahora bien, dicha transformación socialista no culmina, a nuestro entender, en “paraíso social” alguno, pues, en primer lugar, trátase de un proceso objetivo, racional, que excluye toda forma de escatología: el imperativo de veracidad constituye una idea reguladora que no se confunde con la concepción religiosa secularizada de un “reino de Dios” en la tierra. Tanta sangre se ha cobrado este delirio profético bajo las dictaduras comunistas, que la Izquierda Nacional de los Trabajadores no puede sino arrojarlo al “basurero de la historia”. En efecto, el comunismo, a causa de sus crímenes, es irrecuperable, al igual que el fascismo. Pero esos crímenes no son casuales, proceden de la matriz ideológica acuñada por Lenin. El propio Marx tuvo que advertirlo: “yo no soy marxista”. No hay, por tanto, acuerdo posible con los marxistas-leninistas ortodoxos, creyentes, en definitiva, de una mera fe. La razón genera el concepto de una crítica filosófica (históricamente, griega), pero en dicha noción ya está incluido el rechazo por principio de todo lo relacionado con una utopía profética (históricamente, hebrea). La mezcolanza interesada entre uno y otro sentido de “progreso” -el utópico-profético y el crítico-racional- es la causa de todos los desastres de las izquierdas europeas y, por ende, del colapso axiológico en que se debate la civilización occidental.
Un socialismo nacional “de izquierdas” jamás “prometerá” la “felicidad del mayor número” o el “Jardín del Edén” social, epítome de la demagogia de los charlatanes de feria políticos (herederos aquí de los sacerdotes), sino que se «comprometerá» a instituir la genuina isonomía helénica, es decir, la posibilidad igualitaria, para todos los ciudadanos, sin excepción, de acceder a la autonomía ética racional, la cultura superior y el conocimiento científico en un contexto social de libertad y diálogo (con pretensiones de validez) institucionalizado por la asamblea de trabajadores nacional y soberana. Nada más, y no es poco, puede ofrecer la vida pública; los problemas existenciales de la “privacidad” los resuelve cada uno en su casa en calidad de persona adulta y libre. La izquierda nacional inspírase así en el ideal democrático de la polis ateniense, en el discurso de Pericles, no en el ideal teológico judío (y cristiano o musulmán) que se arrodilla, postrada la testa, ante los santos lugares de Jerusalén. Proponemos, en suma, una ruptura radical con respecto a la herencia cultural oriental arrastrada Europa a lo largo de dos milenios; tan profunda será la herida, que debe devolvernos desde el punto de vista ontológico al inicio de la civilización griega (Heidegger) y permitirnos rectificar en su origen el camino torcido emprendido por Platón. Frente al comunismo, el anarquismo, la socialdemocracia o el liberalismo, el tipo de comunidad popular que la izquierda nacional promueve es la derivada de la originaria experiencia del logos (Heráclito) y de la tragedia (Sófocles), y se condensa sintéticamente en el precepto de dignidad del coexistir nacional solidario, resuelto a la verdad (Atenas) y al cumplimiento del deber (Esparta).
La vinculación de los bienes materiales de consumo con signos de estatus, superioridad humana y jerarquía social no es un hecho incuestionable, sino el resultado de determinados procesos de socialización típicamente burgueses; como tal, dicha “asociación mental” (riqueza=valor humano) se da sólo de facto, pero puede ser corregida por la educación obligatoria de un estado democrático y nacional que inculque valores éticos de sinceridad, objetividad y veracidad, los cuales entrañan a su vez la práctica de la comunicación lógicamente argumentada y del conocimiento científico. Así, de la misma manera que en las sociedades actuales el dogma nefasto de la adquisición egolátrica, fruto del “individualismo posesivo”, no deja de promoverse e incrustarse en la mente de los niños, y luego de los “consumidores”, a base de machacona publicidad comercial, cabe entender que otra “forma de vida” es posible sin apelar a utopías proféticas pseudo religiosas de felicidad colectiva opulenta incompatibles con el concepto de la ciencia o del librepensamiento. En la vida pública, el discurso racional habría de ser suficiente para fundamentar las instituciones; allí donde la razón no alcance empieza la privacidad, siendo así que, de lo contrario, se estaría avalando el retorno al tribalismo. No ha existido, empero, una izquierda fundamentada en el contenido ético de la verdad racional. Toda izquierda, hasta el día de hoy, ha sido materialista y así lo ha reconocido con desparpajo. Que semejante “izquierda” irracional se corrompa una vez conquistado el poder no debería extrañar: la traición al pueblo, el fraude y la impostura estaban inscritos implícitamente desde el principio en sus valores hedonistas. No era, pues, razonable esperar otra cosa. Ésta es la izquierda burguesa entendida en un sentido genérico, a la que ya nos hemos referido más arriba al caracterizar a la burguesía y derivar de ella el liberalismo (no a la inversa).
En tiempos de la Revolución Francesa (1789), la palabra “izquierda” identificó a burguesía liberal y capitalismo mercantil, es decir, las fuentes del “progreso” que permitiría supuestamente dejar atrás la desacreditada Edad Media. El vocablo “derecha”, por su parte, apuntaba en la dirección diametralmente contraria: el Antiguo Régimen, el legitimismo monárquico, el integrismo religioso y el dominio parasitario de la aristocracia terrateniente. Sólo cuando la burguesía conquistó definitivamente el poder social brotaría el sentido contemporáneo de la palabra «izquierda». Liquidado el sistema feudal por las imparables transformaciones históricas emanadas de la Revolución Industrial, la Revolución Científica y la Revolución Democrática, el capitalismo ocupó, en efecto, el espacio “conservador de lo existente” a la sazón, o sea, la derecha. Únicamente entonces, desbordando al liberalismo democrático jacobino o radical, se desarrollaría un nuevo sentido del término “izquierdismo”, cuya temática central es el socialismo en tanto que alternativa a la sociedad liberal, burguesa y capitalista en su conjunto. La “nueva sociedad”, un mero futurible utópico, se definirá como colectivista, proletaria y socialista, pero conservando y potenciando las conquistas tecnológicas de la modernidad y, por ende, la cultura racional que las hacía posibles. No se consigue, en el debate entre comunistas marxistas y libertarios bakuninianos, una clarificación sobre el tema de la autoridad política porque ni unos ni otros son capaces de relacionar la problemática del Estado con la cuestión de la verdad racional.
En el seno de esa misma noción difusa, y durante la transición de la Segunda a la Tercera Internacional, se distinguirá una izquierda reformista democrática frente a una izquierda radical revolucionaria (comunista o anarquista). En el presente apartado, el término izquierda burguesa se refiere a la izquierda moderada cuyo doctrinario fundacional fue el marxista “revisionista” Eduard Bernstein. Por izquierda burguesa contemporánea entendemos pues, en sentido estricto, aquélla ideología y práctica políticas de carácter socialdemócrata (y, llegado el postmarxismo, «socioliberal») que, habiendo aceptado los supuestos axiológicos hedonistas y eudemonistas del liberalismo clásico, así como sus instituciones políticas y económicas, se limita a gestionar la administración estadual desde supuestas “sensibilidades sociales” que la derecha conservadora presuntamente no sería capaz de respetar. Así cuenta la leyenda (desmentida por Bismarck). La socialdemocracia hará suyos, a principios del siglo XX, no ya sólo los valores burgueses, sino incluso las pautas de conducta privadas de la burguesía, e intentará, sin enrojecer de vergüenza, aburguesar al proletariado, como ya Georges Sorel denunciara en su día. No en vano, de la crítica soreliana surgió el primer fascismo (1919), “de izquierdas” pero antiburgués, aunque prontamente derechizado y, por ende, cristianizado. El fascismo apela a Marx, pero también a Bergson y Nietzsche para dar una respuesta a la pregunta por a la autoridad en las sociedades modernas.
Desde el punto de vista cultural, la izquierda burguesa no erradicó, sino que radicalizó, los supuestos axiológicos de la sociedad liberal hacia posturas estéticas opuestas a la moral victoriana (más restrictiva dentro del marco general de un eudemonismo del bienestar “espiritual”) vinculándose a la masonería, el judaísmo y el anticlericalismo, pero sin abandonar nunca el universo psicológico burgués de los “placeres”, el británico comfort y la “búsqueda de la felicidad” que América había fijado por primera vez legalmente como derecho fundamental en su Declaración de Independencia (1776). La naturaleza misma de la masonería y otras sociedades secretas refleja la traición a la racionalidad ilustrada en la cual consistirá la fracasada modernidad, entonces incipiente: «los discursos de la razón y de la sinrazón, ilustrado e iluminista, no se ensañan ineluctablemente uno con otro, sino que una Ilustración insatisfecha, fría y abstracta, está tentada a explorar otras vías consoladoras y redentoras. Desde tiempos remotos se ha ido enhebrando una relación de ósmosis entre aritmosofía y aritmética, alquimia y química, astrología y astronomía, magia y medicina. Los cánones de la nueva ciencia no bastan, así como tampoco los de la nueva política, para colmar el anhelo fáustico de una vida plena, intelectual y emocionalmente, una sed infinita y de infinito» (Faustino Oncina, Filosofía de la masonería, 1997). Las raíces mágicas de la ideología bursátil no se resuelven, por tanto, en una metáfora o un recurso retórico. La razón, cuya expresión en estado puro es insoportable para estos cristianos secularizados que nutren la izquierda burguesa, será así prostituida a la sinrazón y a las necesidades humanas de «infinito». La ciencia económica burguesa, en sus versiones liberal o social, sería a una hipotética ciencia económica socialista auténtica lo que la magia a la medicina o la alquimia a la química. La disciplina científica que está por construir y que, como observara Marx, constituye uno de los pilares centrales del socialismo, necesita fundamentarse en sus propios valores consustanciales. Pero ni siquiera Marx pudo liberarse del influjo del irracionalismo y de la compulsión a introducir por la puerta falsa, en su “filosofía de la historia”, las narraciones proféticas del judaísmo, bien patentes y reconocidas hoy en sus predicciones pseudo científicas sobre la evolución futura del capitalismo.
La izquierda burguesa actual, construida sobre un barrizal teórico y ético, opera mediante políticas fiscales redistributivas, unos fondos públicos que, además de retribuir con generosidad -y hasta la indecencia- a los propios políticos profesionales, utilízanse mayormente para financiar la entrada de mano de obra barata inmigrante en provecho del capital, reflotar bancos filo-oligárquicos (los desleales son intervenidos, véase el caso de Mario Conde) o contratar y sacar de apuros a empresas del propio entorno políticomafioso. El laborismo británico es el modelo de todas las izquierdas burguesas antes y después incluso que la socialdemocracia «prusiana», harto más socialista a la sazón que el pseudo socialismo inglés («fabianos»). La revolución socialista fracasó, empero, en Alemania y, a pesar de los esfuerzos aislados de los nacional-bolcheviques, no pudo nunca superarse el divorcio simbólico entre el imperativo nacional y el internacionalismo burgués, antesala de la globalización liberal. El resultado de todas estas contradicciones fue el nazismo (1933), un nacional-socialismo cuya derechización, que toma como modelo la precedente y escandalosa del fascismo italiano (1922), en lugar de solucionar el problema, empeóralo reduciendo el socialismo a poco menos que puro nacionalismo militarista, tribal y autoritario. Con ello, Alemania juega sus cartas contra el resto de Europa y, a la postre, contra la humanidad toda. Mas la inevitable derrota del Tercer Reich arrastrará el ideario ilustrado kantiano-prusiano, que no era racista. Prusia desaparecerá literalmente del mapa en el mismo momento en que se funda Israel sobre cimientos sionistas, étnicos y supremacistas judíos del “pueblo elegido”. La “sociedad de consumo” edificada a partir de la posguerra será obra –consentida por capital- del laborismo inglés y de la socialdemocracia alemana, ya definitivamente “fabianizada”. Vendrán a continuación los tiempos dorados del keynesianismo, cúspide de la “felicidad” obrera europea, con una factura de 50 millones de muertos por inanición cada tres años en el Tercer Mundo. Pero tras la caída del muro de Berlín (1989), si no antes, una camarilla endogámica de burgueses anglófilos advenedizos abandona ya expresamente lo que quedaba del marxismo revolucionario incluso en sus versiones bernsteinianas revisadas, sin dejar por ello de explotar, siempre en provecho de un sector concreto de la burguesía (masón y filosionista), los símbolos del sindicalismo y del viejo obrerismo.
Este tipo de izquierda burguesa post-socialdemócrata o «socioliberal» es casi todo lo que queda en Europa del proyecto «socialista», abstracción hecha de los obsoletos grupúsculos sectarios anarquistas y comunistas que vegetan en la marginalidad. Las redes antiglobalización carecen de caracterización ideológica, aunque más parecen empapadas de un difuso aroma liberal-libertario que del sentido estadual-comunitario inherente al socialismo alemán de Marx y Engels. El individualismo liberal ha penetrado en todas las corrientes de la izquierda a medida que la “sociedad de consumo” parecía satisfacer, para las masas, las exigencias materialistas oriundas de la burguesía. Por otro lado, la esclerosis del marxismo revisionista convirtió en papel mojado incluso la presunta “transición democrática al socialismo autogestionario”, de manera que la diferencia entre derecha e izquierda burguesas se ha ido reduciendo poco a poco también a cero bajo el imperio indiscutido de unos valores burgueses compartidos. La izquierda burguesa, siguiendo el ejemplo de los comunistas, y precisamente en nombre de dichos emblemas “sociales” que todo lo legitimaran en su día, se permite actuaciones de ataque a los trabajadores que la derecha liberal-conservadora jamás hubiera osado emprender. Y la derecha compensa sus complejos desarrollando una sensibilidad bienestarista en torno a productos filosóficos derivados de la doctrina social de la Iglesia que hacen hincapié en el carácter intocable de instituciones como la familia, la propiedad, la moral católica… Unos y otros giran hipnotizados ante un “centro” que encarna el consenso de valores burgués y proyecta las diferencias programáticas y estéticas entre los partidos al terreno puramente técnico y administrativo de la gestión.
Las inevitables agresiones económicas de la izquierda burguesa a sus teóricos representados, el proletariado, ya no se perpetran esgrimiendo, de forma sincera, como coartada, la edificación de un futuro socialista (Lenin), sino, alevosamente, en lacayuna y consciente obediencia al capitalismo burgués disfrazado de vacuo “progresismo”. Y ello sin perjuicio de que a las masas siga hablándoseles de “socialismo democrático”, aunque, eso sí, sin explicar en qué consiste ya “lo socialista” de tal socialismo, reducido a puro hedonismo consumista con un toque añadido de transgresión sexual, relativismo ético, consumo de substancias estupefacientes y rancio anticlericalismo guerracivilista. La “derecha social”, consciente del lastre electoral que supone la creencia común de que sólo actuará en perjuicio de los más débiles económicamente, ha ido desarrollando políticas fiscales de masas que, en muchos aspectos, los más esenciales, eran hasta hace poco casi idénticas a las proclamadas por la izquierda parlamentaria. En contrapartida y de forma paralela, la izquierda burguesa ha dejado incluso de considerarse socialdemócrata en sus evoluciones más tardías, abandonando ya toda “tercera vía” para convertirse en franca y abiertamente capitalista. En nuestros días, la izquierda burguesa arroja el epíteto peyorativo de “neoliberal” a la cara de los conservadores más recalcitrantes, pero se apropia el liberalismo o la “economía de mercado” cual cosa comprensible de suyo, calificándose a la vez a sí misma de “socialista” con total desparpajo, como si semejantes contorsiones ideológicas fueran compatibles con el más elemental sentido común. Es la famosa “muerte de las ideologías”, en realidad el triunfo de la ideología característica de la burguesía: el pensamiento único y el desarrollismo del “bienestar”.
El “estado social y democrático de derecho”, que erígese precisamente como confluencia entre la derecha social (cristiana) y la izquierda liberal (socialdemócrata) de posguerra, ha seguido el inevitable camino que cabía esperar, hasta condensarse en algo muy parecido a ese partido de centro universal implícito en todos los “bipartidismos” institucionalizados del «sistema oligárquico». En efecto, si las ideologías yacen muertas y enterradas, ¿para qué los partidos y por qué no el partido único del pensamiento único? Los recursos públicos destinados a la redistribución fiscal se han convertido por este camino en una inagotable fuente de dinero a disposición de los grupos oligárquicos y de los grandes poderes económicos, vinculados a la alta finanza triunfante. La oligarquía, además de explotar, como siempre hiciera, a los trabajadores, ha descubierto que con el “socialismo liberal” o «liberalismo social» puede saquear regularmente las arcas del Estado a efectos de subvencionar sus aventuras empresariales, culturales, políticas y hasta personales (tarjetas de crédito a cargo del contribuyente). Ha surgido un estamento oligárquico estructuralmente vinculado al Estado: la burocracia oligárquica. De este negocio viven muchas familias privilegiadas abusando de los nombramientos a dedo, de las oposiciones trucadas y del nepotismo más nauseabundo. Si tenemos en cuenta los privilegios de la casta parlamentaria y la corrupción que, pese a tales prebendas, ensucia, por activa o por pasiva, las manos de todas sus “señorías», el pueblo, después de pagar sus impuestos, es literalmente expoliado por la «casta». El ocaso de las ideologías coincide en fin con la burla de todo principio político y la reducción de la política a bochornosa picaresca. La izquierda burguesa es el escenario de esta comedia mientras sus dirigentes siguen agitando, con el cinismo más descarado, las viejas banderas, símbolos y saludos marciales del socialismo (puño cerrado en alto, prendas de color rojo, himnos, estrellas rojas…).
El obeso y sobredimensionado estado social –presunto mérito de la izquierda burguesa- representa, en primer lugar, una fuente de recursos para las “administraciones del bienestar” y para las extensas redes de intereses privados surgidas a la sombra de la prevaricación, el tráfico de influencias, el soborno y el cohecho. Es en este contexto que «lo social», patrimonializado por la izquierda burguesa, incluye un complejo entramado de burocracias regionales y municipales, empresas nacionalizadas, instituciones semipúblicas o «concertadas» y clientelas fijas, donde se instala la izquierda burguesa como poder parasitario opuesto a la derecha puramente «neoliberal» y empresarial. Ésta se identifica también con sensibilidades burguesas pero de un signo más conservador, religioso y hostil al funcionariado, como si el problema consistiera en la legislación democrática y no en la despilfarradora malversación de caudales públicos a manos de los mandarines “materialistas”. La izquierda burguesa se concierta mejor con el capitalismo financiero dominante, de carácter tan parasitario como la propia burocracia oligárquica, y juega a la polémica con el capitalismo industrial de los “creadores de riqueza” ejerciendo un control político sobre los sindicatos, fenómeno éste que representa la clave de bóveda del actual sometimiento del trabajador medio a los intereses oligárquicos. Izquierda burguesa y derecha socioliberal se enfrentan en la liza electoral, pero, como ya hemos tenido ocasión de analizar, sobre el trasfondo omnipresente de unos principios axiológicos intangibles para los electores. Después de 1945, agrúpalas a ambas –cual alas de un único pájaro carroñero- un vínculo doctrinal superior, a saber, el antifascismo, la complicidad criminal con la oligarquía estadounidense y el imperialismo racista del Estado de Israel. El apuntalamiento y perpetuación del sistema oligárquico como dispositivo de dominación pública transnacional del mundo occidental -un concepto oriundo de la “política exterior” y no de la economía- es el objetivo compartido y prioritario de todas las opciones políticas socioliberales; las cuestiones relativas a la corrupción, el crimen y la incompetencia del estamento político se consideran, en definitiva, un “mal menor” frente al imperativo de consolidar en Europa esta función colonial-represiva pro-EEUU vinculada a la “gran política” de posguerra.
Ahora bien, tras el estallido de la crisis de 2008, tanto el «centroderecha social» como la izquierda «socialista y liberal» habían de mostrar por igual sus fauces capitalistas, por mucho que la una y la otra estén desempeñando, en este contexto, funciones simbólicas ligeramente distintas, como por otro lado era de esperar. Las prebendas de los diputados, altos cargos y demás costra estamental, de la que se benefician los partidos del régimen, permanecen intactas, pero las pensiones y las nóminas de los funcionarios sí han sido “redistribuidas” a la inversa, o sea, reabsorbidas para consolidar las reservas tambaleantes de los bancos privados y otros patrocinadores de los abultados gastos de la partidocracia. ¡Todo ello apelando a la técnica económica y a los imperativos de una “racionalidad presupuestaria” que no se distingue del proceder de una banda de saqueadores! Dichas entidades de crédito sufragaron las campañas electorales y el tren de vida de quienes ahora les devuelven el favor, a saber: los mismísimos políticos electos. Y éstos, claro, ostentan su ilimitada generosidad oligárquica hurgando en el erario público, es decir, a expensas del poder adquisitivo, siempre al límite de la subsistencia, de los trabajadores de la nación, sin siquiera plantearse la posibilidad de una razonable ejemplaridad cívica. ¿Cómo van a renunciar a aquello que constituye el contenido real –y no meramente instrumental-, el sentido mismo de la vida política que la izquierda burguesa encarna a la perfección en el corazón mismo del dispositivo institucional democrático? Porque, en efecto, la izquierda burguesa, en tanto que presunta “izquierda”, controla el código simbólico que genera el consentimiento de los trabajadores, una condición social de pasividad cívica que la derecha, por sí misma, nunca podría garantizar a los poderes financieros.
Habituados a dicha conformidad, o sea, a la desmovilización y el fatalismo de las clases populares, la soberbia e ignorancia de los zánganos oligárquicos carece de medida y sentido de la realidad, ni siquiera disimulan ya su prepotencia y dan por supuesto que la gran masa de los ciudadanos, manipulados por los medios de comunicación, está dispuesta a “tragárselo” todo, bastando para ello pronunciar las palabras mágicas “izquierda”, “progresismo”, “socialismo”, etc. En este contexto, los testaferros políticos de la oligarquía han podido cumplir los compromisos implícitos de su función social latente sin que partidos o sindicatos «de izquierdas» hayan movido un dedo para denunciar o, mucho menos, impedir el escándalo que semejante contubernio supone para un sistema político formalmente «democrático». Quizá todo esto no nos suene, empero, demasiado nuevo: ¿no lo hemos escuchado mil veces referido a la derecha? Ahora bien, lo que no sabíamos o sólo sospechábamos, pero que con la crisis de 2008 ha quedado definitivamente probado, es que quien enarbola la guadaña para la matanza de los trabajadores es siempre la fraternal “izquierda”, siendo así que los corderos proletarios prefieren, al parecer, ser sacrificados en nombre de la tradición obrera, siempre que puedan acusar al “fascismo” de todas sus desdichas. Reservan los obreros, por tanto, su odio para golpear la faz de un espantajo al que denominan “la derecha”, confundiéndola con los partidos más conservadores o reaccionarios, sin percibir que precisamente la derecha sociológica, liberal y no precisamente reaccionaria, o sea, políticamente hablando, el centroizquierda burgués, masón y sionista, es el que nunca ha dejado de manipularles. Cabe afirmar, consecuentemente, que una genuina “izquierda de los trabajadores” no existe ya en Europa. La izquierda política liberal representa la secreta llave maestra del sistema oligárquico opresor, no su crítica y, ni en sueños, su negación. Pero esto significa que es la burguesía capitalista, la derecha sociológica, oligárquica, financiera, la que controla en última instancia todas las opciones sindicales y políticas, incluidas las formalmente izquierdistas, y manda en la sombra desde hace décadas agazapada tras el rótulo de palabras como “izquierda”, “socialismo”, “progresismo”… Aquello que se pasea obscenamente como tal por los colegios electorales cada cuatro años no es más que neoliberalismo maquillado. Incluso, puede añadirse, lo peor y moralmente más degenerado de la eterna burguesía: el poder ya incontestado del usurero sin escrúpulos. Apelando a un pseudo progresismo barato, efectista y de escaparate, esta gentuza descuélgase, en efecto, de sus lugares de recreo, vicio y sodomización en el momento oportuno, ataviados los señores con chaqueta de pana sin corbata y trajecitos rojos de diseño las señoras, para presentar propuestas como el “matrimonio homosexual”, la “ley del aborto”, la ley de «violencia doméstica», la “ley de la memoria histórica” u otras similares, con las cuales pretenden disimular, en las cuestiones que realmente importan a la gran masa de la población, su total docilidad respecto de los intereses de la alta finanza; marcando, empero, al mismo tiempo, el terreno simbólico, con fines meramente electorales, frente a la derecha liberal-conservadora de corte clerical, rancio. Una derecha política cuyo papel es siempre hacer de comparsa del mítico “progresismo”. La derecha liberal atlantista, ansiosa de desplazarse electoralmente más hacia la izquierda, no pierde ocasión de rehuir la propia palabra “derecha” como si fuera la peste y se declara de “centro” o acusa de nazis a los “socialistas” jugando con el vocablo “nacional-socialismo», pero nada tiene que decir sobre el obsceno etnicismo del Estado de Israel. Es esta una derecha “humanista cristiana” a la que está reservada la desagradable tarea de rebajar los michelines presupuestarios de la burocracia del bienestar, engordados sin tasa por la “izquierda” burguesa, que de cada 10 euros consume 9 en sí misma y 1 en justificar la existencia de determinadas partidas de “gasto social”. Cuanto más abyecta es su postración ante el capitalismo financiero y el gobierno de los EEUU, tanto más debe esta indecente burguesía progre agitar la provocación anticlerical, el aborto a la carta (verdadero exterminio subvencionado de la nación), el inmigracionismo de “puertas abiertas” y toda la simbólica de la subversión cultural con que excusa su carácter folklóricamente izquierdista. En consecuencia, a pesar de estas apariencias estéticas lúdicas y festivas, la realidad es que en Europa sólo existe ya una mera derecha liberal masona ocupando el espacio central de las izquierdas “moderadas” (al que se contrapone de forma ficticia una derecha conservadora cómplice), y aquél es el verdadero nombre del enemigo a batir.
El socialismo carece ya de todo contenido ideológico relevante. La vetero-izquierda ha muerto de iure como tal. Queda ahí tendido su cadáver putrefacto apestándolo todo. Nos hallamos en el grado cero de una izquierda que hay que empezar a construir acuñando un discurso alternativo desde sus conceptos más básicos, que son los axiológicos. Al saldar cuentas con la izquierda (política) burguesa, mera máscara de la derecha (sociológica) liberal, debe quedar así remachado el principio de que la izquierda nacional se propone, en efecto, poner fin a la sociedad capitalista, es decir, a la vieja tradición judeocristiana de siempre en el sentido metapolítico de la palabra; y ello sin excepciones ni matices, es decir, que la izquierda nacional se abalanzará contra la derecha en todas sus versiones o graduaciones: 1/ derecha sociológica liberal (la que manda en Europa, o sea, la izquierda política burguesa), 2/ derecha conservadora (la comparsa político-clerical del bipartidismo) y 3/ derecha reaccionaria (la hiperminoritaria extrema derecha). No quisiéramos engañar a nadie: nuestra bestia negra es la oligarquía capitalista financiera, cuya expresión política se designa con una palabra de uso vulgar y harto comprensible, a saber, derecha sociológica, por mucho que ésta se quiera disfrazar de izquierda política. No existe ante nosotros más que una falsa izquierda, conspiración impostora de sinvergüenzas subvencionados por la banca, caterva de ladrones que usurpa los escaños izquierdistas del Congreso de los Diputados: derecha es su nombre y lo ha sido siempre. El enemigo es la derecha y casi «todo» es ya «derecha» (=oligarquía) en el espectro político de las sociedades occidentales. Ahora bien, el control de los símbolos de la izquierda y de los sindicatos por parte de un estamento oligárquico intrínsecamente derechista constituye el oculto secreto del dominio político capitalista en Europa. Devolver esos símbolos y organizaciones político-sindicales a sus legítimos depositarios, los trabajadores autóctonos, resume la tarea política de la izquierda nacional.
Por los mismos motivos, la izquierda nacional no puede consistir en el retorno a los “felices” años sesenta del keynesianismo socialdemócrata europeo, el cual, mirando de reojo al sistema soviético, integró a las masas en el sueño dorado de un crecimiento económico indefinido, mientras en el llamado Tercer Mundo millones de personas morían famélicas cada año a la vista de nuevos y curiosos turistas occidentales descendientes de la añeja “clase obrera revolucionaria”. La burguesía oligárquica, en efecto, compró al obrero, lo derechizó; consiguió que los estratos sociales laboriosos de la vieja Europa se convirtieran en cooperadores necesarios de sus crímenes y del sistema capitalista en su conjunto. El control derechista del legado político izquierdista y la derechización de la sociedad en su conjunto son dos caras de la misma moneda. La usurpación burguesa de la izquierda revolucionaria se ha consumado ante la pasividad de quienes, en el fondo, hacían suyos los valores burgueses y claudicaban maravillados por la presunta eficiencia de un “capitalismo con rostro humano” cuya verdadera faz era, en realidad, África. Mas esa cara famélica no la quería ver el obrero europeo.
Pero ahora esa misma burguesía, que descarta ya con desdén la posibilidad de una nueva “amenaza comunista”, no necesita que Europa occidental funcione ante Moscú como “escaparate del capitalismo” y ha decidido abaratar costes importando inmigrantes dispuestos a “producir” por la mitad del sueldo que un trabajador autóctono. El obrero, el empleado, el hombre de la calle, ya vivían asfixiados por unas necesidades consumistas que el mismo sistema socioliberal había implantado en las mentes de los trabajadores mediante la lobotomía ideológica de la publicidad comercial: ahora les culpabilizará por ello, siendo así que sus salarios resultan ya poco “competitivos” frente a los suculentos estándares de esclavismo laboral institucionalizados por los países-piratas emergentes. La derecha sociológica, es decir, la burguesía oligárquica, y sus testaferros parlamentarios de la izquierda política, que en las últimas décadas del siglo pasado hincharon el precio de la vivienda, desregularizaron el empleo y, en general, pusieron todas las trabas posibles para impedir que los trabajadores de la nación pudieran fundar una familia, promoviendo en lugar de ello el consumo individual, topaba en sus negocios con un encarecimiento de la mano de obra provocado por la caída en vertical de las tasas de natalidad europeas que ella misma instigara en su día. Fue así que la alta finanza resolvió poner fin al “estado social y democrático de derecho” con el nuevo tráfico de carne humana al servicio del capitalismo, el fenómeno de la inmigración. Esta histórica decisión se tomó en Europa tras la caída del muro de Berlín. Su meta era disolver no sólo la cultura europea milenaria substituyéndola por un melting pot permeable a la manipulación del mercado, sino, también, erradicar cualquier patrón cultural y de valores que pudiera entorpecer la maquinaria capitalista y poner en peligro la globalización. Allanar “muros” equivale también a mezclar culturas y este proceso acontece tanto a orillas del Amazonas cuanto en el corazón de Alemania. Es ahora, en el medio plazo, cuando estamos empezando a sufrir los efectos de la sustitución étnica. El ideario capitalista reclama la libre circulación de capitales y fuerza de trabajo y, por tanto, el fin de la época de una artificial “prosperidad obrera” en nuestro continente. Pero el objeto del ataque neoliberal no es sólo el trabajador en cuanto tal, sino el trabajador europeo. La izquierda burguesa colabora activamente en el proceso de asalto al poder de la alta finanza apelando a un retórico internacionalismo que no es sino la justificación “progresista” del “mercado mundial”.
En efecto, ¿qué hacen las “izquierdas” burguesas frente a esta auténtica debacle social de los trabajadores europeos? La burguesía “atea” ha puesto la herencia simbólica de la tradición obrera, es decir, los ideales de solidaridad, justicia e igualdad al servicio del capital, siendo así que dichos ideales (y las ayudas sociales que implican en la práctica) ya no benefician a los trabajadores autóctonos, sino a la legitimación de la política liberal de inmigración y a la acogida de los inmigrantes como personas que, según repite la canción “humanitaria”, cantada empero en provecho del muy poco humanitario mundo del dinero, buscan ser “felices” y “tienen derecho” a entrar ilegalmente en Europa; siendo objeto, acto seguido -hay que subrayarlo-, del más descarado dumping (trabajo a precio reducido) en beneficio de los propietarios capitalistas y en perjuicio de los trabajadores nacionales, enviados al paro si no aceptan la rebaja impuesta por el explotador de turno. El resultado final es tanto la explotación despiadada del extranjero como la del autóctono, pero con el agravante añadido de que al no alcanzar la mayoría de los salarios de los foráneos los mínimos necesarios para cubrir todas sus necesidades, sus pagas se deben complementar con las subvenciones públicas que religiosamente han financiar con sus impuestos los principales perjudicados por este esclavismo. Los inmigrantes, al final, se convierten en una fuerza de trabajo almacenada en barrios marginales a disposición de la oligarquía, pero también en perpetuos menores de edad que sólo pueden sobrevivir gracias al subsidio o la comisión de delitos. Muy lejos de cualquier posibilidad real de integración, que sólo sería posible con una política laboral y cultural basada en auténticos criterios de racionalidad, identidad axiológica e igualdad legal, la combinación de multiculturalismo y desempleo conduce a la desvertebración e involución democrática de la sociedad europea. La izquierda burguesa ha justificado la inmigración abusando de la autoridad que le otorga su tradicional e injustificada «superioridad» ética frente a una derecha integrista que hasta hace poco escondía sus crucifijos; pero, y no olvidemos esto nunca a la hora de imputar responsabilidades, fue la derecha, liberal o cristiana, la que echó mano de los inmigrantes para explotarlos y, con ello, traicionó a la nación. Derecha sociológica e izquierda burguesa complementan sus funciones a la perfección. Una comete las fechorías laborales, la otra perfuma el ambiente para disimular el hedor de la descomposición social con aromas de derechos humanos, multiculturalidad relativista y una celebrada “democracia representativa” que sólo existe en la propaganda oligárquica. La política de la izquierda burguesa se resume así en aceptar la desregulación laboral y en la defensa verbal de las “minorías marginadas”, mientras arrincona cada vez más a las grandes masas de trabajadores nacionales. El “humanismo de acogida” en boca de los peores explotadores derechistas es coartada progresista que el obrero autóctono en paro tiene que aceptar para no ser acusado de “racista”.
Pero los motivos por los cuales la izquierda burguesa regulariza los inmigrantes que la derecha política empresarial introdujo en el país como “ejército industrial de reserva” siguiendo las “sugerencias” del capitalismo financiero no son, pese a los farisaicos rasgamientos progresistas de vestiduras, nada humanitarios. La izquierda política burguesa (=derecha económico-sociológica) bendice, con la doctrina de los derechos humanos, la masiva entrada de dóciles fellahs laborales que el capital necesita para abaratar los costos de la mano de obra. Y lo hace conscientemente, engañando a los perjudicados, que son la mayoría de sus electores. Así, al igual que la “patriótica” y “cristiana” derecha empresarial, la izquierda burguesa favorece a su manera la inmigración, legitimándola legal, ideológica y políticamente, pero además hace suyas con singular celo inquisidor aquellas funciones, típicamente culturales, de la denuncia como racistas -pábulo de un supuesto “neofascismo”- de todas las protestas de la gente común ante la caída en picado del valor del trabajo, así como el ensordecimiento municipal de los problemas de fractura social que el fenómeno de la “multiculturalidad” ha provocado en los distritos obreros: aumento galopante de la delincuencia, conflictos culturales, consolidación «étnica» del tráfico de droga, nuevas enfermedades y retorno de otras ya erradicadas en occidente, desocupación estructural masiva, apropiación de las ayudas sociales por parte de los recién llegados, más pobres que los paupérrimos del país, etcétera.
Las tareas de promoción del relativismo moral que la oligarquía impone a escala europea dentro del subapartado cultural de la agenda globalizadora, pertenecen así también a las funciones, harto repugnantes, que la izquierda burguesa tiene asignadas: socavar las condiciones sociales del pueblo europeo, favorecer que se extinga la cultura autóctona, perjudicar, como sea, a sus propios compatriotas, que cáusanles pavor como virtuales “racistas” porque el 70% de los ciudadanos han dicho ya alto y claro que no quieren más extranjeros. A los ojos de la izquierda burguesa, el pueblo europeo se está transmutando así en un ente «fascista» harto peligroso. Sus pútridas «señorías» progresistas, vendidas al capital transnacional, temen y odian a sus mismísimos electores. El inmigrante les resulta más simpático -es humilde- que el ciudadano a estos lacayos parlamentarios “izquierdistas” de la oligarquía financiera. Pero la izquierda burguesa, tan angustiada en teoría por el incipiente “racismo” y los derechos de los inmigrantes, tan convencida de su ostentosa supremacía moral en tanto que humana encarnación de la «democracia», se quita su disfraz cuando observamos que permite la explotación descarada de esa mano de obra cuya entrada y permanencia en el territorio nacional ampara pero luego libra a su suerte, es decir, a las garras de los explotadores neoliberales.
Los inspectores de trabajo de las administraciones “de izquierdas” sólo muy de cuando en cuando, y a efectos puramente propagandísticos, ponen al descubierto los auténticos antros de explotación en que se ha convertido esa nueva servidumbre del siglo XXI que es la esquirolismo y el dumping migrante. Franquicias gremiales de los mismos poderes económicos con los que se revuelcan en la vomitiva cama redonda de la oligarquía, tampoco los sindicatos han hecho otra cosa que propaganda solidaria de baratillo, antifascismo subvencionado, acogiendo a inmigrantes en sus sedes como si fueran hoteles, sin consultar a los afiliados, mientras, después del número teatral multiculturalista, permitían que los “perros de la patronal” siguieran ladrando a las familias del país y atenazando con sus mandíbulas sedientas de “beneficios” las condiciones laborales de todos los trabajadores -inmigrantes y autóctonos-, ahora sí, sin distinción de razas. A cambio de esta «mansedumbre reivindicativa» y de mantener en la impunidad el delito laboral, los dirigentes sindicales se embolsan mensualmente sabrosos sobresueldos en efectivo (dinero negro o saqueado de falsos cursos y subvenciones) y disfrutan de toda clase de prebendas, que van desde las horas a las dietas y las liberaciones totales, sufragadas por esos mismos trabajadores a los que cada día, con encomiable fidelidad a lo políticamente correcto, ensartan por la espalda. Semejante izquierda burguesa o aburguesada de gestos, símbolos bermellones, declaraciones verbales transgresivas, lloronas supervivencias del holocausto, seguridades biempensantes, pedigrís progresistas, sindicatos amarillos, etcétera, se muestra en suma radical en la gesticulación y la ostentación de su quincalla emblemática, en la estigmatización de los verdaderos críticos (tildados siempre de “fascistas”), en la agitación estridente de una memoria histórica interesada y farisea, pero, al mismo tiempo, se muestra también tremendamente conformista en su entrega, imbuida de total y cínico consentimiento, a las instituciones fundamentales del sistema capitalista.
Izquierda radical e izquierda nacional
La necesidad de una “radicalización” de la izquierda entraña, en primer lugar, la exigencia de reactivar el espacio público de una izquierda rupturista depositaria de autoridad moral suficiente como para apelar a la movilización de los trabajadores. Situada entre la izquierda burguesa globalizadora-mundialista y la izquierda radical internacionalista (anti-autóctonas ambas), dicha izquierda, actualmente inexistente, debe hacer suyo el proyecto socialista, inexorablemente nacional, contra la globalización, es decir, contra un neoliberalismo obtuso que ofende sin compasión los intereses del bien común y no tropieza ya con ningún obstáculo en la comisión de sus fechorías excepto la retórica impotente, falsa y obsoleta de los desacreditados grupúsculos comunistas y anarquistas. El principal problema al que se enfrentan los trabajadores europeos es así la carencia de una teoría socialista y su falta de fe en sí mismos como sujeto político capaz de hacer frente a las agresiones, perfectamente planificadas, del capital financiero internacional. La única alternativa aparente de los trabajadores serían, como hemos señalado, las organizaciones radicales de cuño marxistoide o ácrata, pero éstas ejercen en la práctica como polo de repulsión política que refuerza las pautas desmovilizadoras de las izquierdas burguesas. De ahí que el dispositivo de poder oligárquico también tolere, promueva y hasta subvencione aquéllas dentro del espacio radical, siendo así que monopolizándolo y, en el fondo, usurpándolo, asegúrase el fracaso de toda tentativa verdaderamente izquierdista nacional, la cual, por parte del sistema, sólo podrá ser calificada ya de fascista.
A la vergonzante realidad de la izquierda burguesa hay que añadir, en suma, la función casi parapolicial de las viejas izquierdas radicales. Encadenadas a un pasado criminal que apenas disimula su coincidencia tácita de valores con la burguesía capitalista, dichas izquierdas lumpen, formadas por «carne de presidio» (Marx), carecen de credibilidad ante los trabajadores. El rincón radical ha sido colonizado por sectores sociales marginales que el propio Marx políticamente despreciaba. Se cuece, ante todo, en su pocilga okupada, una reivindicación lúdica y transgresiva de la violencia, de perfil delincuencial y drogodependiente, que espanta a los ciudadanos decentes. Éstos conocen la historia lo suficiente como para mantener vivo el recuerdo de las atrocidades cometidas en las chekas y en el gulag en nombre de una justicia social que, en el fondo, reproducía los mismos afanes consumistas que las sociedades liberales, pero sin ser capaz de satisfacerlos nunca, por no hablar del clima de opresión y obscurantismo policial en que se consiguieran los pocos avances sociales de las dictaduras comunistas. La izquierda radical sólo existe ya para abortar en su espacio toda tentativa de verdadera radicalidad y anclar cualquier posible chispa de rebelión al dogma mundialista del «antifascismo». La extrema izquierda, reducida al odio patológico contra unos “nazis” inexistentes, trabaja así, en efecto, sea o no consciente de ello, para la oligarquía financiera sionista. Los llamados (con razón) «guarros» son la partida de la porra (y del porro) del sistema capitalista, instalados en el lado izquierdo del dispositivo de poder mundialista, que clausuran por ese extremo, al igual que los skins ocupan su lado derecho clausurándolo así simbólicamente como polo opuesto. En el universo radical (ultraderecha y extrema izquierda), cada uno representa su papel de límite, de escoria indeseable y, con la salvedad de alguna detención rutinaria, todos tienen asegurada su supervivencia política mientras se atengan al guión fijado por Hollywood, que les imponen sus infiltrados policiales y les financian, en el caso de la extrema izquierda, sus patrocinadores municipales de las asociaciones de vecinos ex trotskystas.
La desconfianza de los trabajadores hacia la política de izquierdas y el sindicalismo en general es así corrosiva. Actualmente, aquéllos tienen que elegir entre corruptos perfumados con corbata (yuppies consumidores de coca) y marginales «antisistema» (consumidores de marihuana o heroína). Los trabajadores hemos sido traicionados, primero, por la burguesía, que sin duda realizó su revolución moderna en nombre de valores liberales (1789), pero sólo para convalidar inmediatamente dicha tabla axiológica como ideología legitimadora de los horrores del sistema fabril capitalista descritos por Engels y Marx. Más tarde (1917), los trabajadores fuimos engañados por el marxismoleninismo con sus promesas de un paraíso en la tierra; el cual se vio pronto realizado, sí, pero más bien en forma de infierno: el estalinismo y su red de campos de trabajo esclavo, aparato de tortura colectiva al servicio de un régimen de acumulación de capital de carácter totalitario, incompetente, podrido y genocida. Finalmente, los trabajadores hemos sido estafados por las izquierdas socialdemócratas (1945), las cuales prometieron, ante la monstruosidad asesina del comunismo, una transición pacífica y democrática al socialismo pese a que, de hecho, se han limitado a preparar el terreno para el retorno del capitalismo salvaje de los primeros tiempos de la industrialización, ahora en su más monstruosa versión global, acontecimiento de consumación ya inminente que nos retrotraerá, desde el punto de vista de los derechos sociales, al punto de partida, y cerrará de este modo un ciclo histórico completo de imposturas y manipulaciones, con el trabajador siempre como víctima.
La historia moderna deja así a los trabajadores europeos (unos 300 millones de personas) en una situación de abandono total frente al desmantelamiento del estado del bienestar y las correlativas políticas de inmigración (mano de obra barata) promovidas bajo el rótulo del “humanismo” (cristiano o progresista), es decir, justificadas en nombre de valores “de izquierdas” a pesar de que sólo tengan como objetivo ampliar los márgenes de beneficio de las empresas y perjudiquen, en cambio, precisamente, a la inmensa masa de personal laboral autóctono no cualificado. Por este motivo, será muy difícil recuperar la confianza moral de los sectores populares en una entidad política que proponga cambios radicales y la lucha abierta contra la impunidad el capitalismo global emergente. Será menester que dicha organización alternativa se estructure de tal manera que su transparencia democrática y asamblearismo convenzan hasta al más receloso de que no se van a repetir ya nunca los tiempos del comunismo, con su liturgia del “partido” como neo-iglesia. Por ello hemos propuesto, desde mucho antes de que estallara el fenómeno de los «indignados», la constitución de asambleas ciudadanas libres, requisitos tácticos inexcusables del combate social post comunista. En consecuencia, convendrá puntualizar también que asumimos la libertad como un valor irrenunciable de la izquierda nacional. Aquello que quizá se pierda en eficacia y contundencia organizativa, habrá de ganarse a la postre en legitimidad, cuando el principal obstáculo al que nos vemos enfrentados en la actualidad es precisamente el de superar la “crisis de fiabilidad” de la izquierda radical después de un siglo de criminales embaucamientos –cuyo paradigma es la masacre de Kronstadt- perpetrados por siglas supuestamente “obreras” y “sindicales”, con sus propios representados –los trabajadores- como meros objetos de una deslealtad sin paliativos.
No busquemos, pues, las alternativas en la vieja izquierda radical tradicional. La contradicción fundamental de la sociedad burguesa halló también su expresión, peculiar pero inequívoca, por lo que respecta a su carácter último, en las sociedades del “socialismo real”. Los imperativos del Estado comunista y los valores del discurso que legitimaba ese mismo estado han alcanzado un grado de tensión tal que han acabado con la autodisolución voluntaria del régimen. El comunismo se rindió al capitalismo mientras la socialdemocracia se vendía literalmente a la oligarquía. ¡Éste es el edificante –pero esperable- espectáculo de una izquierda fundada en valores burgueses! Como hemos podido comprobar, los valores del proletariado defendidos por el marxismo eran los mismos que los de sus presuntos adversarios: no otra es la triste realidad que se ha ocultado durante décadas a los obreros y militantes de izquierdas. Quizá la mayor estafa de la historia. No ha existido nunca, hasta el día de hoy, un grupo de trabajadores conscientemente articulado en torno a unos valores intrínsecamente socialistas. ¿Cómo iba a surgir de semejante crisol axiológico una genuina cultura proletaria? Felicidad, bienestar, comfort, hedoné y similares, son valores burgueses cristiano-secularizados que comparte todo el espectro político, desde la extrema derecha a las fraternidades anarquistas. O la comunión o la comuna. La verdad racional se subordina a la utopía profética, llámese mercado mundial, reino de Dios, paraíso social comunista o comuna ácrata. Y es aquí donde tiene lugar en primer lugar la ruptura de la izquierda nacional: en la defensa de la racionalidad, la reivindicación de la dignidad y de la mayoría de edad ciudadana, en el rechazo de la mentira y de toda muleta existencial para edulcorar la vida a seres que no se sostienen sobre sus propios pies. El socialismo no es una placenta sustitutoria de huérfanos ateos necesitados de consuelo religioso sustitutorio. El Estado socialista debe garantizar unos mínimos de dignidad humana, pero no el parasitismo hedonista que ha corroído por dentro todos los sistemas de protección social bajo el paradigma axiológico burgués.
Marx, en efecto, reprochaba al liberalismo su incapacidad de realizar el programa burgués, pero los valores que inspiraron dicho programa cosmopolita no fueron nunca objeto de su crítica. De ahí que el “proletariado” venga a representar el papel de una clase subsidiaria en el seno de la sociedad burguesa y no una alternativa a ésta. De ahí también que el socialismo marxista, cuando competía con el capitalismo, lo hiciera compartiendo con él un marco axiológico común de carácter utilitario e internacionalista que anticipaba la actual globalización. Liberalismo y comunismo eran, en definitiva, ideologías de implementación del vector profético, variantes políticas de idéntica concepción metafísica del tiempo histórico. Véase China: su rápido acomodo al entramado comercial a escala internacional es sólo débilmente objetado por sus “carencias” democráticas, pero no por los ostensibles valores consumistas del régimen de Pekín. Tampoco la derrota del país soviético ha supuesto un terremoto axiológico en Moscú, sino únicamente la brusca transición rusa hacia el modelo capitalista “normal”: la sociedad no ha modificado sus valores básicos. El caso de Rusia representa la prueba ya palmaria de que el liberalismo, con su apelación solapada al egoísmo y la rapacidad -que acechan siempre tras el discurso oficial de los derechos humanos y la democracia-, es más eficaz en la realización de la siempre incontestada utopía mercantilista moderna que el marxismo-leninismo clásico con su oxidado discurso estajanovista. Pero, insistamos en ello, en ambos casos estamos ante un “tipo humano” que se aferra al sueño de la “felicidad del mayor número” e intenta realizarlo despiadadamente –y en algunos casos manu militari- mediante el “crecimiento económico” sin límites, la producción industrial de mercancías y el consumo masivo, con la mirada fija en la erección de un “paraíso” mundano que representaría nada menos que el “final de la historia”. Dicha ideología ilusoria toca en buena hora a su fin y corresponde a los trabajadores europeos enterrarla para siempre.
Las revoluciones burguesas (1668, 1778, 1789, 1917), a cuya sombra vivimos los contemporáneos, no fueron promovidas por un grupo social que formara parte del mismo sistema estamental feudal al que pretendía destruir. La burguesía era un cuerpo extraño en el seno del mundo medieval. La burguesía generó desde su interior e instauró la sociedad de clases y toda “clase” como tal, incluida la proletaria, pertenece a dicha realidad sociohistórica. Este esquema vale también para la revolución bolchevique. No existe, ni ha existido, ni podrá existir jamás una política “proletaria” que como «acción de clase» del tipo que fuere –pues como tal permanece anclada en los valores burgueses- supere a la sociedad burguesa y nos permita arrojar el capitalismo al basurero de la historia. El agente de la transformación radical de la sociedad burguesa tendrá que ser para ésta, también, un “cuerpo extraño”, no una parte de sí misma; tendrá que brotar de aquélla su contradicción fundamental, que no es la que existe entre burguesía y proletariado, sino entre el capitalismo financiero mágico y el imperativo racional del trabajo, la ciencia y la tecnología. Judea y Grecia son los principios que aquí se oponen. La causa de la inocuidad proletaria, mil veces confirmada por la historia, son, en consecuencia, los valores comunes que han unido hasta el día de hoy a los proletarios con sus enemigos de “clase”, los burgueses. Si se quiere una ruptura real, deberá dejar de enarbolarse el ideario existencial de Wall Street. No se puede querer, en el fondo, como revolucionario, lo mismo que quiere el eterno burgués. Sobre dicha plataforma axiológica eudemonista y hedonista, el capitalismo ha podido maniobrar ofreciendo a los proletarios la posibilidad ficticia de convertirse, a su vez, en burgueses acomodados. Ahora bien, la coyuntura en que la oligarquía económica mundial quiso aplicar esta solución ante la inminente amenaza revolucionaria ya ha pasado. El comunismo ha muerto y con él falleció también el «estado de bienestar» europeo-occidental. Ahora puede el capitalismo burgués volver a sus negocios sin ninguna consideración hacia los perjuicios que sus fechorías causen a la naturaleza o a los seres humanos, colectivos laborales o pueblos enteros. No hay, pues, contradicción insoluble entre los intereses del proletariado y los intereses de la burguesía en el seno del sistema liberal. La contradicción fundamental de la sociedad burguesa (en sus versiones liberal-oligárquica y comunista-burocrática, tanto da) es la que opone el valor felicidad y sus derivados (el beneficio, el consumo), por un lado, y los valores ético-cognitivos de los que depende la producción mercantil, la tecnología, la democracia y la ciencia, por otro. El sujeto institucional de dichos valores ético-cognitivos será ciertamente el trabajador, pero «trabajador» no significa aquí una clase, sino una entidad social allende la dicotomía comunidad/asociación que la historia tiene todavía que decantar en las luchas revolucionarias que conducirán al derrocamiento de la oligarquía transnacional.
Cuando hablamos de los “trabajadores” no nos referimos sólo a los obreros: el trabajador es, para la izquierda nacional, un concepto político-normativo, además de descriptivo o analítico, que vale para el empresario, el funcionario, el científico, el estudiante, el proletario…; pero que apunta a una realidad sociológica, a saber, el factum de la “sociedad de producción” en cuanto tal, la cual concibe el trabajo como algo más que un mal necesario para la obtención de un salario y, con él, la vía de acceso al consumo; que experimenta el colapso de la creciente contradicción entre la imperatividad profesional de carácter deontológico, valor autosuficiente cuyo desempeño reclama la aplicación estricta del criterio de objetividad, y las coacciones ilegítimas, es decir, los intereses oligárquicos, emanados del universo axiológico burgués, que asfixian esa pauta de conducta ética bajo la amenaza, directa o indirecta, de pérdida del empleo o del cargo público, por no hablar de la muerte civil del afectado en casos de grave desafección a la oligarquía. Lo sepan o no, esos grupos, personas y estructuras, auténticos pilares sustentadores de la civilización europea, se oponen al tipo humano burgués -y a su variante burocrática: el gestor o alto cargo nombrado por libre designación- en nombre de la vivencia que subyace a todo trabajo auténtico, a saber, la experiencia fundamental de la verdad. Ésta deberá articular desde su interior un modelo comunitario y socialista de sociedad capaz de potenciar el avance intelectual, cultural, científico y tecnológico que, en estos momentos, una inmensa ola de regresión neorreligiosa -perfectamente coherente con los valores últimos de la “sociedad de consumo”- ha detenido y amenaza hacer retroceder. La izquierda nacional operará así, en primera instancia, de forma defensiva y en unas circunstancias históricas que no le dejan grandes márgenes de maniobra a la hora de fijar alianzas y bloquear los flujos históricos de regresión social, política y moral a los que estamos asistiendo con creciente alarma. Pero este accidentalismo práctico reclama identificar con rigor quiénes son los verdaderos destinatarios de nuestro mensaje. La política de la izquierda nacional no puede reducirse, en definitiva, a una política “de clase”, sino que debe acuñar una estrategia nacional-democrática que oponga el pueblo soberano, como un bloque, a la oligarquía transnacional. El pueblo no es aquí, empero, “cualquiera”, sino sólo el trabajador autoconsciente, en la praxis, de su condición social, axiológica y nacional.
El trabajador no se identifica, consecuentemente, con una determinación de nivel adquisitivo o régimen de propiedad, la cual sería esencialmente, y por definición, burguesa, sino con un criterio inédito -como en su día lo fuera el burgués frente a la aristocracia- de estratificación social, en este caso una noción no clasista, que pertenece a la futura “sociedad del conocimiento”. Ésta tiene un carácter embrionario en la actualidad, pero el movimiento político de izquierda nacional europea debe anticiparla en sus modelos éticos, estéticos y organizativos. La única riqueza verdaderamente socialista es el saber y éste excluye la vertebración basada en la posesión (la clase) porque el conocimiento puede ser compartido por todos sin que la posesión de unos implique la privación de los otros. La riqueza inherente al saber es la definición misma del socialismo. La estratificación socialista se fundamenta en la libre capacidad de generar saber y ésta, eliminadas las desigualdades materiales de acceso a la educación, a su vez depende sólo de dos factores: el esfuerzo individual y las capacidades naturales (biológicas, genéticas) ajenas por definición a la determinante social.
Los valores de la sociedad burguesa resultan, en última instancia, incompatibles con la verdad y, en consecuencia, con el verdadero “progreso”, que pertenece al orden de la ciencia y a su aplicación tecnológica. No hay otro “progreso moral” posible que el ligado a la racionalidad intrínseca de la persona en su relación con la técnica productiva y el conocimiento. Pero occidente, aterrorizado ante la realidad ontológica y cosmológica que le muestran tanto el pensamiento científico como la filosofía más avanzada (Heidegger), ha emprendido el camino de retorno hacia el oscurantismo fundamentalista. La peste integrista saca pecho otra vez. La desecularización intenta satisfacer las necesidades existenciales de tipo espiritual que el burdo materialismo mercantil renuncia ya a aliviar, como no sea mediante el consumo de drogas u otras perversiones, pero siempre dentro del sistema de valores burgués que dichas religiones apuntalan en los límites de la vida humana. Ahora bien, tal opción obscurantista implica un ataque a la ilustración y el deslizamiento de la sociedad occidental hacia una nueva Edad Media. Sólo el saber científico, la experiencia del trabajo y la tecnología en un marco cultural concreto -el europeo-occidental- pueden dotar del necesario suelo ontológico a la existencia moderna. De ese desarrollo que pretende aunar democracia, ciencia, pensamiento racional y cultura trágica como forma de vida autónoma frente al consumismo, el capitalismo financiero y su correlato religioso monoteísta, ha de surgir una alternativa de organización entitativo-comunitaria con poder moral y material efectivo para derrotar a las pseudo democracias oligárquico-liberales e instaurar un modelo social asambleario de democracia popular participativa. Ésta no sólo ha de ser “compatible” con la ciencia, sino su estimulante social esencial en tanto que matriz cívica de las pautas racionales de conducta y comunicación pública. Nuestro democratismo radical no desecha, por tanto, la idea liberal originaria de Estado de derecho, requisito político de la democracia moderna, más bien profundiza en él mediante la introducción del concepto de autoridad, o interdicto asambleario, que controla los poderes ejecutivo, legislativo y judicial ante posibles vulneraciones escandalosas de los valores democráticos. Las asambleas deben tener el poder de bloquear las resoluciones que sin fundamento racional alguno afecten negativamente al pueblo y a la nación, arrancando de las manos de los políticos profesionales la gestión disciplinaria de jueces y magistrados, así como la fiscalización última de los tribunales superiores y de los indultos. Quedarían en pie, de esta forma, dos legados valiosos de la ilustración: la división liberal de poderes y el imperio de la ley, que se fortalecerían con los aspectos más positivos de la democracia directa defendida históricamente por la izquierda asamblearia, también heredera de la ilustración. La resolución histórica de la izquierda nacional pone, en definitiva, punto final al liberalismo burgués, pero no al “progreso” bien entendido ni a la democracia, y marca el inicio de un nuevo concepto de mejora social cualitativa, más allá del acumulacionismo cuantitativo derivado del mero interés reinversor financiero (a éste poco importa la naturaleza de lo que produzca, con tal de obtener beneficios); una noción no utópica de progreso que emana del colapso interno de la sociedad burguesa como tal y no sólo de las condenas indignadas de quienes la rechazamos desde el punto de vista ético subjetivo. La izquierda nacional, en cuanto fenómeno europeo, encarna la autoconciencia de occidente en el grado de madurez civilizatoria alcanzado por las sociedades de la información, donde la verdad racional, el saber y sus plasmaciones objetivas (democracia, tecnología, ilustración) constituyen el auténtico motor y criterio de medida del desarrollo social. El principio de veracidad nos permite, por primera vez, sostener de forma racional el concepto de “progreso moral” como imperativo político democrático paralelo al “progreso tecnológico”. El valor social, comunitario y trascendental del saber define el fundamento irreductible del socialismo frente al liberalismo (individualismo, propiedad privada, antiestatalismo).
Pero los legítimos ideales socialistas de racionalidad y validez universal, manumitidos del marxismo, lejos de poder trajinarse cual frívolas manufacturas de libre circulación comercial, forman parte de la civilización europea y sólo han podido forjarse allí donde se han asentado previamente determinadas instituciones. El socialismo o es nacional o termina, tarde o temprano, convirtiéndose en un peón de redes sociales sectarias e irracionalistas, más o menos subterráneas, que sustancian la cohesión interna del dispositivo oligárquico a escala mundial. La determinación nacional del socialismo no supone una renuncia a su validez racional en nombre de una suerte relativismo cultural diferencialista (nueva derecha). “Lo nacional” comporta la aceptación del hecho de que la universalidad de la razón se asienta en unas raíces sociales concretas, procedentes de Grecia (facticidad trascendental). La izquierda nacional propone, por tanto, la acotación del marco geográfico, político, cultural y demográfico de la razón como paso previo a la consumación del proceso de racionalización emprendido por la filosofía hace dos mil quinientos años. Dicho norte es la meta última e irrenunciable que orienta todas las acciones de la izquierda nacional y aquello que cabe entender cuando se propugna el advenimiento de una entidad comunitaria socialista en nuestro solar histórico.
La reivindicación de Europa por parte de la izquierda nacional no se limitará, en consecuencia, a erigir un valladar proteccionista en defensa de los mercados internos y, por ende, de las condiciones laborales de los trabajadores europeos. La izquierda nacional sólo es posible como defensa expresa de los supuestos civilizatorios inherentes a dicho planteamiento socialista de la verdad. Y tales principios van mucho más allá del ámbito de lo laboral. Desde la antigua Atenas, la tradición europea es la cultura de la razón y la democracia. Sólo porque sus pilares son los de la civilización occidental y de la clásica formulación de la convivencia democrática, unos pilares establecidos por los griegos antiguos frente a los despóticos imperios orientales, la idea de Europa implica de forma inevitable que su periplo histórico (racionalización) culmine en el socialismo. A ese proyecto socialista, que no puede confundirse en ningún caso con el comunismo autoritario o con el “socialismo” (¿?) de la izquierda burguesa actual, se refiere Jacques Monod, Premio Nobel de Medicina: «La ética del conocimiento, en fin, es, en mi opinión, la única actitud a la vez racional y deliberadamente idealista sobre la que puede ser edificado un verdadero socialismo. Este gran sueño del siglo XIX vive perennemente, en las almas jóvenes, con una dolorosa intensidad. Dolorosa a causa de las traiciones que ese ideal ha sufrido y de los crímenes cometidos en su nombre. (…) ¿Dónde entonces encontrar la fuente de la verdad y la inspiración moral de un humanismo socialista realmente científico sino en las fuentes de la misma ciencia, en la ética que funda el conocimiento, haciendo de él, por libre elección, el valor supremo, medida y garantía de todos los demás valores? Ética que funda la responsabilidad moral sobre la libertad de esta elección axiomática. Aceptada como base de las instituciones sociales y políticas, como medida de su autenticidad, de su valor, únicamente la ética del conocimiento podría conducir al socialismo” (Monod, J., El azar y la necesidad, 1970). La refundación de la izquierda pasa de forma necesaria por una determinación autónoma del canon axiológico socialista, que debe romper con el pasado comunista, socialdemócrata y anarquista, marxista o no, de inspiración religiosa secularizada. Es menester, en suma, desprenderse definitivamente del lastre del monoteísmo, ese “platonismo para el pueblo” (Nietzsche). La tarea de erigir una genuina sociedad socialista está por realizar, pero es nacional, pues el socialismo pertenece a la herencia europea que en su día fuera desviada de su destino por las influencias orientales (egipticismo platónico) y, a la postre, por la institucionalización de una fe mistérica de procedencia hebrea. De ahí que el socialismo habrá de ser, también, de forma necesaria, aunque en un sentido espiritual, “europeo” en cuanto a los valores (¡no en cuanto a su ubicación física!). Europa ha crecido alojando en su interior un virus letal que, tras la extinción de la tragedia griega, no deja de desarrollarse hasta la actualidad. “Lo europeo” sólo persiste, y cada vez con mayores dificultades, gracias al compromiso edípico con la verdad inherente a la ciencia y el imperativo socialista de ella emanado. Esta exigencia de asumir las consecuencias heroicas últimas de la laicidad republicana admitiendo la verdad más allá de las necesidades antropológicas de una especie concreta (el “humanismo” del homo sapiens) como fundamento sacral y comunitario de la autoridad, constituye un postulado irrenunciable de la izquierda nacional de los trabajadores de cuyo testimonio deberá siempre dar fe el presente documento.
La Marca Hispánica, 6 de diciembre de 2012