Necrospectiva acerca de Heidegger. Jean Baudrillard. el País. 16/02/1988

16 FEB 1988

La vana disputa acerca de Heidegger no tiene sentido filosófico propio, es tan sólo el síntoma de una debilidad en el pensamiento actual, que, a falta de encontrar una nueva energía, vuelve con obsesión a sus orígenes, a la pureza de sus referencias, y revive con dolor, en este fin de siglo, su escenario de principios de siglo.

En general, el caso Heidegger es sintomático del revival colectivo que se ha apoderado de esta sociedad a la hora del balance secular: revival del fascismo, del nazismo, de la exterminación, aquí también tentación de restaurar el escenario primitivo de este siglo, de blanquear los cadáveres y de ajustar las cuentas y, al mismo tiempo, perversa fascinación de la vuelta a las fuentes de la violencia, alucinación colectiva de la verdad histórica del mal. Nuestra imaginación actual debe ser bastante débil; nuestra indiferencia por nuestra propia situación y por nuestro propio pensamiento, bastante grande como para que tengamos necesidad de una taumaturgia tan regresiva.Por lo que respecta a Heidegger, es ahora cuando descubrimos la prevaricación (?) intelectual, cuando bien que nos habíamos acomodado a ella durante 40 años. De hecho, la misma jugada se hizo con Marx y Freud. Cuando el pensamiento marxista dejó de funcionar triunfalmente, se pusieron a hurgar en la vida de Marx, descubriendo que era un burgués y que se acostaba con su criada. Cuando el pensamiento psicoanalítico comenzó a perder su incuestionado resplandor, se investigó en la vida y la psicología del propio Freud y se reparó en que era sexista y paternalista. Ahora es a Heidegger a quien se acusa de ser nazi.

Qué importa, por lo demás, que se le acuse o que se intente disculparle: todo el mundo, de una y otra parte, cae en la misma trampa de un pensamiento rastrero, de un pensamiento nervioso que ni siquiera tiene la dignidad de sus propias referencias ni tampoco la energía para superarlas y que desperdicia lo que le queda en los procesos, los reproches, las justificaciones, las verificaciones históricas. Autodefensa de la filosofía que sigue la ambigüedad de sus maestros; autodefensa de toda una sociedad que, a falta de haber podido generar otra historia, está condenada a machacar la historia anterior para dar testimonio de su existencia, examinar sus crímenes. Pero ¿qué sentido tiene esta prueba? Es porque hemos desaparecido hoy políticamente (éste es nuestro problema) por lo que queremos probar que hemos muerto entre 1940 y 1945 en Auschwitz o en Hiroshima (esto, al menos, es una historia fuerte). Así como los armenios se agotan intentando probar que fueron masacrados en 1917, prueba inaccesible, inútil, pero vital de alguna manera. Es porque la filosofía, hoy, ha desaparecido, por lo que debe probar que estuvo definitivamente comprometida, con Heidegger, o convertida en afásica por Auschwitz. Todo esto es un recurso histórico desesperado por una verdad póstuma, por una disculpa póstuma -y esto, en un momento en el que no hay bastante certeza para lograr cualquier verificación, en el que no hay bastante filosofía para fundamentar una relación cualquiera entre la teoría y la práctica, donde no hay bastante historia para instaurar una prueba histórica cualquiera de lo que sucedió.

La cuerda floja

Se olvida demasiado que toda nuestra realidad ha pasado por la cuerda floja, inclusive los trágicos acontecimientos del pasado. Esto quiere decir que es demasiado tarde para comprobarlas y comprenderlas históricamente, pues lo que caracteriza. nuestra época, nuestro fin de siglo, es que los instrumentos de esta inteligibilidad han desaparecido. Había que comprender la historia en tanto en cuanto había historia. A Heidegger había que denunciarle (o defenderle) cuando era su tiempo todavía. Sólo se puede instruir un proceso si tiene un desarrollo consecutivo. Ahora es demasiado tarde, hemos sido transferidos a otra cosa, como bien se ha visto con Holocausto en la televisión, e incluso con Shoah. Estas cosas no se entendieron cuando había medios para ello. En lo sucesivo tampoco se entenderán. No se entenderán porque nociones tan fundamentales como las de responsabilidad, de sentido (o contrasentido) histórico, han desaparecido y están en vías de desaparición. Los efectos de la conciencia moral, de la conciencia colectiva, son efectos mediatizadores, y se puede leer en el ensañamiento terapéutico con el que se intenta resucitar esta consciencia el poco aliento que le resta todavía.

– Nunca sabremos si el nazismo, los campos, Hiroshima, eran inteligibles o no, ya no estamos en el mismo universo mental. Reversibilidad de la víctima y del verdugo, difracción y disolución de la responsabilidad, éstas son las virtudes de nuestro maravilloso interface. Ya no tenemos la fuerza del olvido, nuestra amnesia es aquella de las imágenes. ¿La amnistía quién la decretará si todo el mundo es culpable? En cuanto a la autopsia, nadie cree ya en la veracidad anatómica de los hechos: trabajamos sobre unos modelos.

De tal suerte que, a fuerza de escrutar el nazismo, las cámaras de gas, etcétera, para analizarlos, se han vuelto cada vez menos inteligibles, hasta el punto de Regar a plantearse lógicamente esta pregunta increíble: «Pero, en el fondo, ¿ha existido todo esto realmente?». Esta pregunta es, a lo mejor, estúpida, o moralmente insoportable, pero lo que es interesante es lo que la hace lógicamente posible. Y eso que la hace posible es la sustitución mediatizadora de los acontecimientos, de las ideas, de la historia, que hace que cuanto más las escrutemos, mayor sea la investigación de los detalles para hacerse con las causas; cuanto más dejen de existir, más dejarán de haber existido. Confusión sobre la identidad de las cosas, a fuerza misma de instituirlas, de memorizarlas. Indiferencia de la memoria, indiferencia de la historia misma a los esfuerzos por objetivizarla. Un día nos preguntaremos si Heidegger mismo ha existido. La paradoja faurissoniana puede parecer odiosa, pero, por otro lado, traduce el movimiento de toda una cultura, callejón sin salida de un fin de siglo alucinado, fascinado por el horror de sus orígenes, para quien el olvido es imposible y cuya única salida está en la degeneración.

Si la prueba es inútil en cuanto que ya no hay discurso histórico para instruir un proceso, el castigo es también imposible. Auschwitz, la exterminación, son inexpiables. No hay ninguna equivalencia posible en el castigo, y la irrealidad del castigo conlleva la irrealidad de los hechos. Lo que estamos viviendo es algo completamente distinto.

Lo que está sucediendo colectivamente, confusamente, es el paso del estado histórico al estado mítico, es la reconstrucción mítica y mediatizada de todos los acontecimientos. Y, en cierto sentido, esta conversión mítica es la única operación que puede no sólo disculparnos moralmente, sino absolvemos fantasmagóricamente de este crimen original. Pero para esto, para que incluso un crimen se convierta en mito, hace falta que se ponga fin a su realidad histórica. Si no, todas estas cosas, el fascismo, los campos de exterminación, habiendo sido y permaneciendo para nosotros históricamente insolubles, estamos condenados a repetirlas eternamente como un escenario primitivo. No son las nostalgias fascistas las peligrosa; lo que es peligroso y decisivo es esta reactualización patológica de un pasado en el que todos, los que niegan y los que defienden las cámaras de gas, los detractores y los defensores de Heidegger, son los actores simultáneos y casi cómplices; es esta alucinación colectiva que conlleva todo lo imaginario ausente de nuestra época, todo lo que está en juego de violencia y de realidad, hoy ilusoria hacia esta época, en una especie de compulsión de revivirla y de profunda culpabilidad de no haberla padecido. Todo esto supone una abreactión desesperada por el hecho de que estos acontecimientos se nos están escapando del plano real. El affaire Heidegger, el proceso Barbie, etcétera, son las convulsiones irrisorias de esta pérdida de la realidad, la nuestra hoy, y en las que las proposiciones de Faurisson son la cínica traducción del pasado. «No ha existido» significa que no existimos ni siquiera lo bastante como para mantener una memoria, y que no tenemos más, para sentimos vivos, que los métodos de la alucinación.

Post scríptum: ¿No podríamos, en vista de todo esto, ahorrarnos este fin de siglo? Propongo lanzar una petición colectiva para que se supriman por adelantado los años 1990, y que pasemos de 1989 al año 2000. Pues estando ya aquí este fin de siglo, con todo su pathos necrocultural, sus conmemoraciones, sus museificaciones de nunca acabar, ¿vamos a seguir aburriéndonos 10 años más con este infierno?

Traducción: Isabel García Puente.