«Orseanografía». Martí Domínguez. El País. 25/04/1999

Martí Domínguez
25 ABR 1999

Dispénsenme el neologismo. Pero estos últimos días he estado leyendo el nuevo glosario de Eugeni D»Ors. Cada vez que me he sumergido en las frágiles hojas de papel de biblia de esta edición, he experimentado la extraña sensación de descubrir otros mundos, apasionantes y peligrosos, sabrosos y excesivos, nunca triviales. Eugeni D»Ors es un baño de singularidad y sobreabundancia, como esos momentos del Mediterráneo en que florece en gorgonias y corales y adquiere una ensoñada transparencia de amatista. D»Ors es la biodiversidad en estado puro, y al mismo tiempo presenta aquellos peligros de los mares del trópico: espinas envenenadas e ideas que se clavan como espadas. James Joyce escribía que son muchos los que creen que han nacido demasiado tarde, en un mundo demasiado viejo, «y que su carencia de esperanzas y su átono anti-heroísmo les conduce a una amplia nada». La frase parece especialmente pensada para D»Ors, que lo imaginamos mejor integrado en el salón de Mme de Geoffrin, con el nombre de Eugène du Verger, que en la Cataluña noucentista, o menos aún, en la España franquista. D»Ors, como quizá también le ocurrió a Joan Fuster, nació demasiado tarde, y en el caso de Fuster, sin duda en lugar equivocado. Por eso, cuando me enfrento al océano orsiano, entreveo el espíritu de Diderot, la independencia intelectual de Voltaire, el canto cívico de Rousseau, la concepción totalizadora de la cultura de Goethe. Su europeismo avant la lettre, y su capacidad de asimilar todas las disciplinas y presentarlas como un todo, lo hacen el claro continuador de aquellos salones parisinos, que durante el siglo XIX se fueron poco a poco extinguiendo, con Chamfort y Joubert como epígonos. Joan Fuster es -en este sentido europeísta- un continuador del pensamiento de D»Ors. Su afrancesamiento es orsiano. Pere Gimferrer declaraba recientemente que el propósito de D»Ors era influir en unos pocos lectores, que a su vez, fueran influyentes. Joan Fuster fue uno de esos lectores influyentes, y quizá por eso fue el único que a la muerte de Eugeni D»Ors escribió un artículo ponderativo -y por lo tanto, con inevitables elogios-, que le produjo disgustos y desconsideraciones (vean los comentarios de Agustí Bartra al segundo volumen de la correspondencia de Fuster). En cualquier caso, tanto Fuster como D»Ors siguen siendo unos proscritos en sus países respectivos. La única revisión reciente de la obra orsiana la ha realizado Vicente Cacho (Revisión de Eugenio D»Ors), y es sesgada y partidista: a un Eugeni D»Ors autoritario y de derechas contrapone constantemente un Ortega y Gasset liberal e iluminado por la gracia de Dios y de España. A Eugeni D»Ors no le perdonan ni unos ni otros. Desde Madrid lo ven como un peligroso catalán que erosiona la gloria de Ortega, y desde Cataluña como un aborrecible traidor, vendido al oro de España. Nadie quiere entender que la única patria que tuvo fue Europa, y que su única ciudad fue París. Su lucha consistió en intentar traer a Cataluña (y a España, que siempre cita en sus glosas), aquellas conversaciones del salón de Mme du Deffand y de Mme de Pompadour. Quizá sea cierto que D»Ors nació demasiado tarde y que eso explica la «amplia nada» en la que actualmente se encuentra. En cualquier caso, leer D»Ors es pensar. Y al igual que sucede en todas las conversaciones enfáticas, discrepar. Eugeni D»Ors es un revulsivo contra el tedio. Muchas de sus ideas nos parecerán cuestionables, muchas de sus afirmaciones demasiado contundentes, muchas de sus actitudes políticamente incorrectas, muchas de sus frases nos harán sonreír ante su exagerado oficio de glosador. Pero a pesar de ello, al levantarnos del sillón, del baño singular de su lectura, notaremos en la piel toda la sal de su ingenio. «Filosofar es sacar las palabras de la momia de su sentido corriente, en la que la literatura las secó y marchitó», escribe en Europa. Con D»Ors las palabras se transforman, toman nuevas dimensiones, se degradan o acrecientan en función del juego de sombras y luces con el que nos sorprende contínuamente. «Alguna vez he explicado el primer precepto de mi retórica ideal», escribe en El Valle de Josafat, «este precepto exige que, bajo la pluma del verdadero escritor, toda palabra sea un neologismo». Lo dicho: pura orseanografía, amigos.

Martí Domínguez es escritor.

* Este articulo apareció en la edición impresa del Domingo, 25 de abril de 1999