Teología y política. Jorge Vigón. La Vanguardia. Barcelona. 26/03/1936

año LV, número 22.477
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En cierta ocasión un príncipe que parecía llamado por Dios a regir la nación en la que había nacido y de la que estaba ausente por culpas ajenas recibió el consejo de dedicar algunas horas, de las muchas de que disponía, al estudio de la teología católica en un centro que gozaba de crédito muy merecido.

La cosa pareció, a algunos de los que le rodeaban y tuvieron noticia de la recomendación, de mucha gracia por ridícula y fuera de lugar. Sin embargo, la razón estaba toda en el consejo.

Si el establecimiento de cursos de Religión –una de las innovaciones introducidas en diversos grados de la enseñanza oficial por una política cultural no infecunda en errores– ha sido invención afortunada, no alcanzará, sin embargo, todas sus posibilidades si se mantiene en los límites de la apologética, la moral y la liturgia.

Será preciso, en efecto, ensanchar los límites de su enseñanza, llenando de ideas fundamentales el que debe de ser ámbito teológico de quienes van a hacer de la inteligencia su arma.

Por algo dijo en una ocasión Menéndez Pelayo, que entendía esta palabra Teología «como la entendieron los grandes maestros del siglo XIII, es decir, como una ciencia universal que abarcaba desde la doctrina de los atributos divinos hasta las últimas ramificaciones del Derecho público y privado».

El mundo moderno, más que el antiguo, se encuentra en esta hora frente a un espeso muro de problemas en el que no será posible abrir brecha practicable sin un equipo mental adecuado.

Cada uno de ellos constituye la superestructura, a menudo artificiosa y falsa, de un principio teológico que será preciso desmontar pieza a pieza si se quiere llegar a una solución que no será nunca difícil sino al que repugne encarar las cuestiones con la ingenua sinceridad del hombre de bien, pero con la entera firmeza del hombre de bien inteligente y debidamente informado.

Basta pensar, para entenderlo así, que los problemas de justicia –no sólo de la justicia legal, sino de la justicia social tan en boga– dejan de ser problemas tan pronto como se los examina a la luz de las enseñanzas evangélicas; y otro tanto podría decirse de los problemas de la propiedad en sus dos aspectos, individual y social; o de los de la caridad, que no queda, en modo alguno, sin campo aun después de haber acotado escrupulosamente el de la justicia; y nada digamos del tan debatido conflicto entre autoridad y libertad.

Viene todo ello a la imaginación y a la pluma a la vista de estos volúmenes que el canónigo de la santa iglesia Catedral-basílica de Oviedo, profesor de la Universidad asturiana don Cesáreo Rodríguez García-Loredo, ha dedicado a El estudio de la Teología entre los seglares cultos.

La admirable «fe del carbonero» y el «doctores tiene la Santa Madre Iglesia» son, en realidad, más veces argumentos de pereza mental, y quizá de una esencial indiferencia, que prenda de una sincera humildad. Se puede ser humilde –y acaso lo sean más los agudos y espiritualmente curiosos e instruidos– sin ser ignorante.

A nadie se le cierran los caminos de este saber que nunca ha sido un saber esotérico y misterioso. Esperanzadamente decía S. S. Pío XII a los padres capitulares de la Orden de Predicadores que no estimaba «difícil, como lo demuestran el uso y la experiencia, traducir para los seglares a la claridad del estilo moderno y explicar con frases más abundantes las fórmulas técnicas que suelen resultar oscuras para los no iniciados en estas materias». Y aquí están, como para demostrarlo, estos volúmenes del señor Rodríguez y García-Loredo, si acaso un poco imponentes por su extensión, gratamente accesibles por su tono y su método y hasta por su estilo.

Los «seglares cultos» harán bien en acercarse confiadamente a esta fuente de conocimiento. Y no será a los «seglares cultos» a los que menos interese su lectura y meditación, los que tengan a su cargo y cuidado funciones de gobierno; advertencia con la que muy probablemente voy a merecer la compasiva sonrisa de aquellos que supieran del consejo dado al príncipe de mi cuento o de otros tales que de fijo no faltarán en campos, cotos y cerrados de estas tierras.

Hay también, sin embargo, y gracias a Dios, gentes para entenderlo y pregonarlo. Ya hace más de cuatro años que un joven catedrático de muy rigurosa formación, hablando en el Ateneo de Madrid acerca de la tradición española y de su clave histórica, venía, si no a parar en la misma consecuencia, a dejarle expedito el camino.

Para Sánchez Agesta, en efecto, una formulación histórica ideal del «ethos» español se halla en nuestra gran Escuela teológica clásica. Si, pues, sólo fue posible llegar a esa síntesis por el hecho de que nuestro pensamiento político, jurídico y social hay que buscarlo precisamente en una escuela de teólogos, y si sólo una escuela de teólogos «pudo elevarse a esa suprema armonía del ‘ethos’ de un pueblo radicalmente religioso», no parece mucho pedir que los seglares de tal pueblo que aspiren a encarnar su cultura tengan la precisa e indispensable información teológica, y que los ministros y el príncipe –príncipe y ministros en el sentido técnico más amplio– que hayan de asegurar la libertad humana de sus gobernados y su vida en sociedad tengan no ya información, sino la «formación» teológica indispensable para el ejercicio de sus funciones.

Jorge Vigón