Tres noches de Heidegger. Pedro Lain Entralgo. El País. 13/10/1993

La reciente escaramuza periodística en torno a Heidegger -Vargas Llosa, Duque y Savater fueron sus agonistas- ha incidido sobre mí cuando acababa de dar a la imprenta el texto de un libro en el que la persona y la obra de Heidegger dan tema a uno de sus capítulos. Aceptando sin reservas el punto de vista de Hugo Ott, que Vargas Llosa y Savater comparten (admitir como hecho incontrovertible la resuelta adscripción del filósofo al nacionalsocialismo), pero sin incurrir en la errónea desmesura de Farias (afirmar que la filosofía de Heldegger no es sino una velada sublimación mental de la ideología nacionalsocialista), pienso que acaso no sea periodísticamente inoportuna la rememoración de las tres vivencias de la noche que a lo largo de su vida experimentó y expresó el tan genial corno discutido pensador.Primera noche: julio de 1911. El joven Heidegger, filosófica y teológicamente formado en el rigor de la tradición escolástica, siente que la noche despierta en él una secreta vocación poética, y escribe: «Noches de Julio. / Cantos de eternidad / me cantas de nuevo. / Me sumes en infinitudes cercanas a Dios. / Noche de julio, / maga, artista, / que apaga la nostalgia del hogar. / Una acerba pregunta se estremece: / Felicidad: ¿es acaso lamento / el nombre de tu amado?». Como sus compatriotas Kant y Schleiermacher, como Ignacio de Loyola, hasta entonces su guía espiritual, el joven filósofo siente dentro de sí que el espectáculo de la noche estrellada pone a su alma en camino hacia Dios.

La segunda noche viene a las mientes de Heidegger en 1953, como metáfora idónea para describir lo que puede ser, lo que va a ser nuestro planeta si prosigue su avance la tecnificación de la vida impuesta por la mentalidad del hombre moderno. La técnica moderna, piensa Heidegger, ya en su plenitud como filósofo, habría sido una consecuencia práctica del lamentable giro que en la concepción del conocimiento inició Descartes; se conoce el mundo como representación mental de su realidad para, apoyada la inteligencia en esa representación, dominarlo y utilizarlo. Las dos más altas virtualidades de la mente humana, la contemplación filosófica y la expresión poética de esa realidad según su ser, no según sus potencialidades energéticas, quedan así coartadas, si no abolidas. Y como adusto augur concluye el filósofo: «Con el día de la técnica, que no es sino la noche hecha día, un invierno sin fin nos amenaza a los hombres». A diferencia de aquella noche real que acercaba a Dios, esta noche metafórica obtura las dos vías que nos conducen a Dios desde el mundo.

Entretanto, el piadoso joven de 1911 ha abandonado formalmente el catolicismo -«El sistema del catolicismo me resulta problemático e inaceptable», escribirá en 1919 a su amigo el sacerdote Engelbert Krebs- y ha descubierto, tal es la tesis fundamental de Sein und Zeit, que la existencia humana sólo se hace auténtica cuando se instala ante su constitutiva posibilidad de no-ser a través del temple del ánimo más idóneo para llegar a ese descubrimiento, la angustia.

Pero a la vez que advierte el soberano peligro de la técnica para un ejercicio óptimo de la condición humana, ha ido viendo que la búsqueda del sentido del ser puede conducir, debe conducir a un temple del ánimo que no es la angustia, sino la serenidad (la Gelassenheit, término alemán que puede ser simultáneamente traducido por desasimiento y serenidad). En su mente se ha producido un giro, el conducente al «último Heidegger», cuyos primeros testimonios, en lo que a este tema se refiere, datan de 1955. Serenidad: el temple del ánimo nacido cuando se descubre no la posibilidad de la nada, sino la realidad de un misterio, porque misterio es que el fundamento de lo real pueda ser tanto posibilidad de nada como posibilidad de algo.

Publicado en 1959, el opúsculo Gelassenheit contiene el texto de un discurso ante los vecinos de Messkirch, pueblo natal de Heidegger, en el que el filósofo expone su idea de la serenidad y un fingido coloquio entre un investigador, un profesor y un erudito, filósofos los tres, acerca del sentido que la palabra Gelassenheit debe tener para ellos. Están en el campo, y mientras los tres van comunicándose sus respectivas sutilezas lingüísticas y mentales, cae la noche.

Es la tercera noche de Heidegger. Los tres dialogantes viven comúnmente el espectáculo del firmamento estrellado, y el coloquio termina con la sucesión de las frases, todas conexas entre sí, que la augusta realidad de la bóveda celeste va suscitando en ellos. Éstas son: «El camino nos ha guiado en lo profundo de la noche… / que brilla cada vez más hermosa… / sobrepasando en asombro a las estrellas… / porque en el cielo aproxima sus lejanías… / al menos para el observador ingenuo, no para el investigador exacto. / Para el niño que hay en el hombre, la noche sigue siendo la costurera de las estrellas, al aproximarlas entre sí. / Las junta sin ribete, sin costura y sin hilo. / Porque sólo trabaja con la proximidad, las aproxima. / En el supuesto de que alguna vez trabaje, y no más bien descanse… / asombrándose de las profundidades a que lleva la altura. / En tal caso, ¿podrá el asombro abrir lo cerrado? / Sí: por el modo de estar a la espera … / si ésta es espera serena … / y el ser humano sigue siendo adecuado a aquello… / desde donde estamos siendo llamados». En otros términos: si los hombres somos fieles a nuestra más profunda vocación -nuestra vocación de hombres-, sabremos esperar con asombro y serenidad que se nos abra el fundamento secreto de la realidad, ése que otorga sentido al ser. El camino desde posibilidad de nada hasta la posibilidad de algo como horizonte último de la existencia, ha sido largo, pero no vano.

Como pensador y como alemán, Heidegger -igual que tantos otros germanos eminentes, antes y después de la guerra de 1914- fue nacionalista, y según este presupuesto concibió filosóficamente la historicidad de la existencia en las páginas de Sein und Zeit. Este nacionalismo todavía no hitleriano le llevó sin rodeos al nacionalsocialismo cuando en 1933 se vio a sí mismo como supremo artífice de la gran universidad alemana que iba a ser faro intelectual de la gran Europa que Hitler soñaba. Fracasó, y en 1934 dejó el rectorado de Friburgo. ¿Revisó, para arrepentirse de ello, su conducta de los dos años anteriores? Íntimamente y en alguna medida, tal vez. De manera éticamente satisfactoria, en modo alguno. Hasta 1945 siguió ostentando la cruz gamada y pagando su cuota de militante del partido nacionalsocialista. Y aun cuando la historia ulterior a 1945 provocara en él algunos gestos de arrepentimiento, nadie podrá considerarlos suficientes si quiere juzgarlos con cierta exigencia moral.

Pero algo le roía desde 1934 en el seno de su intimidad de hombre y filósofo. En 1935 decía a Jaspers, discrepante de él, pero amigo suyo, que llevaba dentro de sí dos problemas no resueltos: «la discusión con mis orígenes» (esto es, su ruptura intelectual con el cristianismo) «y mi fracaso en el rectorado» (es decir, su paso por el nacionalsocialismo). La tercera de sus noches hacía patente un giro en su actitud ante el primero de esos problemas. Respecto a su debate intelectual y moral con el segundo, murió sin haber dicho lo que, a juicio de muchos, yo entre ellos, habría debido decir.

Pedro Laín Entralgo es miembro de la Real Academia Española.